miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 9



Cuando Azucena llegó al Ocotal se fue directamente al centro comunal, y eran casi las tres de la tarde. No llegó antes que la policía porque estos pasaron a gran velocidad junto a su yegua que iba caminando tranquilamente por la blanca carretera. Y cuando su padre pedía, llorando, que quería a su hija ella ya estaba bajando de la montura.
Algunas personas conocidas, con lágrimas en los ojos, y muchas ganas de consolar a la muchacha, al verla, se le acercaron. Ella, con un gesto, les indicó que estaba bien. Lo único en ese momento, importante, era ver a su padre. Nadie terminó de llegar hasta ella.
Con pasos lentos, pero seguros y el rostro convertido en una especie de máscara muy dura, llegó hasta la puerta principal del centro comunal. Allí, resguardando, estaban dos hombres del pueblo y al verla no le impidieron la entrada.
Fue directamente a donde estaba el tumulto de gente en el interior. Vio a dos hombres vestidos de blanco agachados sobre un cuerpo y de inmediato sintió que las piernas volvían a aflojársele.
—¡Antonio! –gritó, pero tan bajo que sólo quienes estaban en aquella sala le escucharon que eran además de los hombres con batas blancas agachados un par de soldados uniformados.
Los soldados al ver que se doblaba por la cintura acudieron en su auxilio. La sostuvieron y ella, con una mano en la boca y las lágrimas corriéndole por las mejillas logró volver a ponerse en pie. Los médicos al verla hicieron un movimiento con la mano para que la sacaran y ya iban a eso cuando se abrió la puerta del fondo y apareció el jefe del patronato.
—¡Azucena! –Dijo— tu padre te está llamando.
Azucena miró a aquel hombre y no lo reconoció. Pero él, vino hasta ella y les indicó a los soldados que la soltaran. Éstos le hicieron caso y se la llevó a la otra habitación. Para ella, todo aquello era una pesadilla continua donde los rostros pasaban, le decían cosas y no los reconocía. ¿En algún momento todo aquello iba a acabar?
El jefe del patronato la llevó hasta la siguiente habitación donde, sus ojos, cansados de llorar se toparon con los de su padre. Aquello era vergonzante y doloroso. Ella sabía, porque la ceniza se lo había dicho que su padre era inocente, pero allí estaba, atado y llorando en el piso llamándola a ella como un niño llamaría a su padre o a su madre.
—Hija, hija –dijo al reconocerla.
—¡Papá! ¡Papá! –dijo yendo hacia él y abrazándolo a pesar de que el vómito se había secado sobre su pecho y olía muy mal.
Padre e hija se abrazaron, o al menos ella porque él estaba atado de pies y manos, y lloraron juntos.
—Dicen que yo lo maté, hija… dicen que yo lo maté… —lloraba él.
—Yo sé que tú no lo hiciste, papá. Tú no fuiste… yo lo sé.
—¡Diles! ¡Diles que yo no fui! ¡Diles que yo no fui!
Pero ella no podía decirles eso, así como así. La ley siempre exige pruebas y las que había, todas lo condenaban a él. Él había amenazado en reiteradas ocasiones a Antonio, frente a testigos y a solas; él había rechazado rotundamente aquella relación entre ella y el muchacho; él tenía un arma disparada, las balas seguramente corresponderían a esa arma; en el momento del encuentro del cuerpo de Antonio, los dos cuerpos habían sido encontrados a pocos pasos uno del otro; en definitiva, todo lo acusaba a él. Pero, ella estaba segura que su padre era inocente. Las cenizas se lo habían dicho. Y las cenizas no mienten nunca.
—Nuestro abogado está por llegar –dijo tratando de que su voz sonara firme y convencida de eso.
Los policías se quedaron mirando. Aquello era nuevo. Por lo general la gente cometía un delito, la apresaban y la metían en la cárcel, pero nadie hablaba de abogados. Aquello los puso un poco en alerta.
—Y exijo que quien acusa a mi padre esté aquí para responder.
Todos se quedaron mirando. El jefe de patronato llevó aparte a los dos soldados que miraban al hombre con intención de levantarlo y llevárselo.
Y como quien tiene el mango por el sartén, Azucena, con mucha dificultad comenzó a soltarle las manos a su padre.
—Señorita –dijo uno de los soldados, el más cercano a ellos.
—Mi padre está poniéndose morado de las manos. Lo voy a soltar. Usted está armado si intentamos algo usted puede hacer uso de su arma.
Los soldados volvieron a mirarse y no dijeron nada, pero se pusieron atentos. Desde las ventanas cerradas se vía la sombra de la gente afuera tratando de ver lo que sucedía.
—¿Vendrá un abogado? –preguntó el padre esperanzado.
—Espero que Esteban ya esté en camino y haya pensado en eso –le susurró muy cerca del oído la muchacha.
En poco tiempo, Azucena logró desatar a su padre de todas las mordazas y el hombre se lo agradeció de todo corazón. Llevaba más de ocho horas con aquello en las manos y hasta tenía alguna piel suelta sobre las muñecas.
El hombre había estado tirado casi sobre su propio vómito y un mal olor se esparcía por allí. La hija se sentó junto al padre en el suelo y con la espalda pegada a la pared. Desde afuera el bullicio parecía continuar sin menguar.
—¿Qué es lo último que recuerdas papá? –le preguntó en voz baja y poniendo mucha atención en cada palabra.
—Yo… —pareció concentrarse—. No recuerdo nada. Sólo sé que llegó Ernestino…
—¿Ernestino Mendoza?
—Sí, él.
—Pero ¿Él ya no trabaja para ti, ¿no?
—No. Recuerda que lo despedí por lo de aquel robo…
—Sí, lo recuerdo.
—Pues, pasó por la casa anoche y nos pusimos a platicar… él traía una botella de vino, dijo que para hacer las paces conmigo y bueno… nos pusimos a beber y no recuerdo en qué momento él se fue a buscar no sé unas vacas y yo quedé solo.
—Y seguiste bebiendo –no era una pregunta sino una afirmación. En ella no había ningún tono de reproche. Sólo aceptación.
—Sí… lo siento… —pareció echarse a llorar de nuevo—. Estuve bebiendo hasta el amanecer. No recuerdo ni cuándo me fui a dormir, o si lo hice. Cuando volví a abrir los ojos estaba tirado en el suelo, allá en el cruce del Álamo y el Ocotal. Había un montón de gente que me gritaba que era un asesino. Algunos me golpearon y luego me ataron. Miré hacia el frente y había un cuerpo tirado y mi pistola… mi pistola estaba muy cerca, como si yo hubiera disparado.
Se quedaron en silencio un buen rato, sin escuchar ni mirar nada en particular. Sólo pensando.
Los policías los miraban y parecían decidir qué hacer al respecto. En aquella época, como ahora, la policía era la menos profesional de todo el mundo y cualquier persona sin educación solía vestir el uniforme y portar un arma. En cualquier momento a alguno de aquellos brutos se le podía ocurrir decidir que ya estaba bien con la charla y a llevarse al hombre a la cárcel.
—Todo saldrá bien –dijo Azucena dejando que dos enormes lágrimas se resbalaran por su rostro y fueran a caer a dónde quisieran. Pensaba en el cuerpo de Antonio en la otra habitación.
Si pudiera regresar el tiempo lo suficiente como para no ser tan necia y no exigirle a su padre ir a recibir clases a aquella escuela pública del pueblo. Sí su padre se hubiera mantenido firme no estarían en aquel momento en ese lugar y en ese trance. Nunca hubiera conocido a Antonio y… no. De eso no se arrepentiría jamás.
Cuando el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y no le veía pies ni cabeza a aquel asunto, escuchó que mucha gente entraba en la habitación continua y permanecían un buen rato antes de salir. La puerta de esa habitación, para entonces, estaba cerrada y los dos militares mantenían guardia fija en ella, mirándolos a ellos de vez en cuando. Escuchó algunos llantos, lamentaciones y luego cómo había llegado el rumor se fue.
Casi de inmediato la puerta se volvió a abrir. Entró el jefe del patronato con uno de los militares y se dirigieron a ella directamente:
—Lo siento, Azucena, pero su padre queda detenido acusado de asesinato...
—¿Quién lo acusa? –dijo la muchacha con fiereza.
El jefe del patronato como le había sucedido a los soldados quedó un poco cortado. Pero continuó.
—Fue encontrado en la escena del crimen con el arma, la cual está en custodia, disparada. Se ha verificado y dicha arma pertenece a su padre. Las balas, según los forenses, también son del arma…
—Eso no significa nada –dijo testaruda la muchacha—. Cualquiera pudo haberlo hecho y luego dejado el arma junto a mi padre.
Su padre se movió inquieto a su lado escuchando aquello.
—Lo siento, Azucena, pero se tienen que llevar a su padre para Tegucigalpa. Allá será juzgado y sentenciado por…
—No –dijo ella casi en un susurro—, si se le acusa aquí. Aquí debe ser juzgado.
—Aquí no tenemos juez y…
—Se puede traer uno de Tegucigalpa.
Y era cierto. Pero nadie en los pueblos se molestaba en llamar a un juez cada vez que se cometía una violación de la ley. El problema de los ciudadanos de aquellas épocas era que no sabía exigir sus derechos. Pero Azucena comprendía todas aquellas cosas.
—Entiende, niña que aquí…
—Exijo que sea aquí. Si ustedes no pueden pagar los movimientos del juez lo haremos nosotros, pero la ley nos ampara al respecto. Cuando llegue nuestro abogado se los explicará si no lo entienden.
Lo entendía. Miró a los militares y volvió a salir.
—No digas nada –le advirtió a su padre— hasta que venga Esteban. Él sabrá que hacer.
A los diez minutos, los hombres volvieron a entrar. Esta vez parecían decididos a llevarse al hombre porque sin decir nada se acercaron a él y lo tomaron por ambos brazos. De inmediato como una gata, Azucena se puso en pie y los empujó. Comenzó un forcejeo algo peligroso para la muchacha que gritaba:
—¡Suéltenlo, brutos! ¡Suéltenlo!
Pero lo brutos la apartaron de un empujón y comenzaron a arrastrar a su padre hacia la salida sin ninguna contemplación. Los dos militares que habían estado cuidando la puerta la volvieron a cerrar apenas salieron aquellos y esperaron un par de minutos antes de salir ellos.
Azucena sintió que algo muy grande en su interior seguía rompiéndose con una velocidad sofocante. Salió como pudo de aquella habitación y sin querer miró hacia donde habían tenido el cuerpo de Antonio. El pecho pareció a punto de sufrir un ahogamiento y las lágrimas volvieron a brotar.
En su camino no encontró a nadie que la detuviera. La noche había empezado a caer y las luces de los dos vehículos traídos por los forenses y los militares estaban encendidas echando sus haces sobre el camino. Estaban a punto de marcharse.
—Lo siento –le dijo el jefe del patronato al pasar junto a él. No le escuchó.
Siguió caminando como si sus piernas fueran de goma a punto de doblarse y estrellarse contra la fría tierra. Quería llegar hasta los automóviles y ponerse enfrente de ellos para evitar que se llevaran a su padre.
Cuando vio que el primero arrancaba y el segundo le seguía se dejó caer sobre la tierra llorando impotente. Sus gritos eran desesperados y terribles. Quienes estaban allí y la conocían desde la escuela, sintieron por ella ese tipo de lástima mezcla de dolor y de justicia. Porque para todos, aquel hombre había asesinado a uno de los suyos y debía de ser castigado, pero por el otro la muchacha había sido una genuina hija del pueblo como ellos.
—¡Noooo! ¡Noooo! –gritaba con la cabeza gacha y las manos sobre la tierra, como queriendo agarrar fuerzas del suelo.
Pero ocurrió algo mientras lloraba. Unas luces amarillas comenzaron a venir en sentido contrario y los autos que se iban se detuvieron para evitar las colisiones. La carretera era muy estrecha y sólo un auto podía transitarla con comodidad ya fuera de ida o de venida.
El auto que venía se detuvo unos momentos y luego volvió a arrancar viniéndose hacia el pueblo. Los automóviles que se iban comenzaron a retroceder y llegaron de nuevo al pueblo. Pero eso ella no lo vio. Seguía tirada en el suelo llorando desconsoladamente.
Una mujer, con paso inseguro se le acercó y se agachó colocando con mucha delicadeza una mano sobre su hombro. Ella trató de mirarla, pero no pudo por el llanto.
—Dios arreglará todo –le dijo aquella mujer y la voz le pareció familiar.
Cuando la reconoció se echó en sus brazos a llorar diciendo:
—¡Está muerto! ¡Antonio está muerto!
Era doña María Esther, la madre de Carlos Antonio.

***

Su hermano, como en las películas, había llegado en el último momento y traía a un abogado, el mejor de Tegucigalpa y una orden del juez para aceptar prisión domiciliaria mientras se comprobaba la culpabilidad o la inocencia del acusado. La única condición era mantener en la casa a dos soldados mientras se celebraba el juicio para evitar cualquier posible fuga del acusado.
Los soldados que habían tratado tan mal a la muchacha fueron obligados, por su superior a pedir disculpas y después se fueron dejando a un solo soldado el cual sería relevado cada tanto.
Ya en la casa, y un poco más sosegados, después de un baño y un cambio de ropa, don Jonathan parecía otro hombre. Sus dos hijos y el abogado lo sometieron a una lenta y larga lista de preguntas. A todas contestó, el problema era el principal:
—Si no recuerda lo que hizo desde que perdió el conocimiento hasta que lo volvió a recobrar— le dijo el abogado muy serio— tenemos el gran problema. ¿Alguien lo vio durante ese lapsus de tiempo? Vamos a someter a interrogatorio a todos sus trabajadores y a cualquiera que pueda darnos algún testimonio al respecto.
—¿Y el testimonio de Ernestino el hombre que dice haberlo visto cometer el asesinato? –Preguntó Esteban.
Azucena parecía perdida en un limbo y el hermano lo notaba.
—Si quieres ve a descansar un poco –le susurró.
—No puedo –dijo ella con inquietud—. Están velando a Antonio y… necesito ir.
—No es aconsejable –dijo el abogado que había escuchado las palabras de la muchacha.
El abogado se llamaba Roberto Palada y era un hombre de mediana edad de aspecto agradable y muy seguro de sí mismo.
—Podría influir en el juicio contra su padre –terminó.
Pero Azucena estaba inquieta. Lo que la madre del muchacho había dicho mientras la consolaba allá frente a la cárcel improvisada de su padre le había tocado el corazón:
“Mi hijo te amaba con toda el alma y jamás hubiera deseado algo malo para tu padre. Pero la vida es un continuo andar de emociones. Quizás, tu padre te amaba más que él y no pudo soportar que lo hayas dejado. Si es inocente, Dios lo ayudará”.
El juicio de su padre sería el fin de semana: el sábado en la escuela que su mismo abuelo había construido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario