miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 12

Ernestino Mendoza estaba acostado en su catre, en el cuartito que le habían asignado en la mina. Dormía profundamente después de haberse tomado toda una botella de guaro y haber comido una gran cantidad de comida de cerdo donde la cocinera de la mina. Los privilegios de la mano derecha del jefe.
Eran las cuatro y minutos de la madrugada de aquel domingo de julio cuando sintió ganas de ir a orinar. Mucho líquido, poco espacio en el interior. Con mucho placer hubiera seguido metido bajo las tibias sábanas, pero la vejiga parecía a punto de estallar. Se levantó rodeado de la profunda oscuridad y fue hacia la puerta memorizada con antelación. Haló la hoja de madera y salió a la también oscura noche.
La cabaña era pequeña y estaba apartada de las del resto de trabajadores de la mina, muy cerca de una quebrada. Al salir al exterior el ruido del agua corriendo le estimuló aún más las ganas de orinar. Fue hasta el tronco de un álamo y allí desaguó con sumo placer. 
El árbol estaba a solo unos diez metros de la cabaña y decidió regresar de inmediato al interior pues soplaba un viento helado. Podría dormir hasta muy entrado el día y luego saldría para Tegucigalpa a disfrutar de su dinero. Con esa idea dio la vuelta hacia su refugio temporal.
Cuando posó sus ojos en la puerta del agradable sitio se detuvo de inmediato. Allí, justo en el marco de la puerta estaba algo blanco. Un animal.
—¡Dios mío! –dijo con voz quebrada.
El animal parecía un lobo. Era como de un metro de altura y de pelo totalmente blanco, pero había algo en su tez que inquietaba: aquella mirada era la de un ser humano. Estaba seguro.
Ernestino Mendoza, nacido y criado en el pueblo comenzó a elucubrar miles de ideas en su cabeza. Pensó en el cadejo y lo relacionó con el color blanco. Según las leyendas populares había dos tipos de cadejos: el blanco y el negro. El negro era el malo y el blanco el bueno. Pero aquel no parecía muy bueno.
La oscuridad de la madrugada le trajo de lo lejos el canto de un gallo. Animal que suele cantar dos veces en las madrugadas, una vez a las tres y otra a las cinco. Pero eran las cuatro. Él no lo sabía. El aliento de su boca, ante el frío de la madrugada, expulsaba una neblina blanca. Temblaba y sudaba caliente.
—Confiesa tu crimen.
La voz le resultaba un poco familiar, femenina y adolorida. Pero ¿Podía hablar el cadejo? ¿Había escuchado bien? ¿Había hablado?
—Confiesa que mataste a Antonio Moncada.
Eso lo estremeció aún más. ¿Quién podría saber aquello sino una fuerza del más allá? Su mente se estremeció y trató de balbucear algo.
—Yo… no… —la voz se le estrangulaba en la garganta como si una mano invisible se la estuviera apretando justo allí.
—Confiesa. Confiesa o te irás al infierno.
Sus músculos, quietos hasta ese momento se pusieron en movimiento. Emprendió una loca carrera por la ladera de la quebrada, pero antes de alcanzar la cima vio que el animal iba a su lado.
—¡No! ¡No!
Terminó de subir la ladera y llegó hasta las cabañas de los trabajadores. Empezó a aporrear la primera puerta que miró. Pero del interior sólo le llegaron protestas:
—Dejen dormir.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! –gritaba con lo que podía de su garganta que era muy poco.
Sólo una puerta se abrió, pero Ernestino no la vio abrirse porque ya emprendía la carrera hacia el pueblo.
Al no obtener respuesta y ver que el animal se le estaba acercando con pasos sigilosos, pero con aquella miraba negra casi humana corrió por el centro de la calle hacía el pueblo. Bajó la cuesta por la carretera y al llegar a la primera casa vio luz en el fogón y hacía allá intentó ir. No lo logró, a una velocidad imposible, el animal aquel se le puso enfrente y le cerró el paso.
—¡Confiesa! ¡Confiesa! –le murmuraba la bestia.
—¡No! ¡No! –decía el con loca voz.
Corriendo por la carretera principal y como si se tratara de un enajenado, Ernestino corría aquella madrugada y cuando quería meterse en alguno de los patios de aquellas casas, el animal se le ponía enfrente y le decía lo mismo.
Enloquecido por el miedo, el hombre fue llegando al cerco de piedra que llevaba al Álamo y el animal, como si lo dirigiera, como ganado, lo obligó a meterse en aquel camino.
—¡Confiesa tu crimen o arderas en el infierno!
—¡No! ¡No!
Durante todo el camino, por entre los pinos, robles y encinos, el animal le fue repitiendo lo mismo y el hombre agotado, ya casi sin fuerzas se negaba con las manos en la cabeza. Se apretaba las orejas con las palmas abiertas para no escuchar, pero el sonido siempre llegaba hasta lo más interno. Y allí parecía causare dolor. Un dolor punzante y caliente. Como para volverse loco.
Durante todo el camino no dejó de azuzarle aquel ser de aspecto lobuno, pero inteligencia humano y velocidad de rayo.
A las cinco y media de la madrugada llegaron hasta el lugar del asesinato y allí, totalmente agotado, física y emocionalmente, Ernestino Mendoza se dejó caer llorando y suplicando piedad. Ya no aguantaba la tortura.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! –gritaba con la voz un poco recobrada, los nervios de punta y el terror alojado para siempre en la conciencia.
—¡Levántate, asesino! –le ordenó el tulpa con fiereza.
—Yo… yo no quería hacerlo. Él, el me obligó. Miguel Ángel Ramírez me obligó. Me pagó mil lempiras. Aquí… aquí… —se metió una mano temblorosa en la bolsa del pantalón y sacó varios billetes—, aquí lo tengo. El dinero maldito. El dinero maldito.
—¡Levántate y confiesa tu crimen para que quedes libre del infierno! –dijo solemnemente el tulpa.
—¡Sí! ¡Sí! –Dijo con ansiedad el hombre –Yo no tuve la culpa. ¡Fue él! ¡Fue él!
—¡Levántate!
Ernestino, con mucha dificultad pues le temblaban las piernas y hasta se había orinado de nuevo, se puso de pie.
—¡Avanza! Vamos a la casa de los Landa a confesar tu crimen…
—¡No! ¡Yo no fui! ¡Fue él! ¡Fue él!
—Sí, fue el. Pero sólo tú puedes decírselos. ¡Vamos! Les confesarás todo tal como sucedió. Sólo así quedarás libre de culpas. ¡Vamos!
Y quizás con la esperanza de que la culpa se la echarán a Miguel Ángel Ramírez, Ernestino comenzó a andar con pasos más firmes y largos. Conocía bien el camino por haberlo cruzado miles de veces.
—¡Ve! –Le ordenó el tulpa desde el inicio del sendero— Desde aquí te observaré. Y si no confiesas volveré por ti y no tendré compasión.
Ernestino salió del sendero y se dirigió hacia la casa que se veía a lo lejos con la luz suave del sol que comenzaba a iluminarlo todo. De inmediato se pusieron a ladrar los perros y los militares que estaban custodiando la casa para evitar una posible fuga se acercaron a aquel hombre que avanzaba hacia el edificio principal sin acatar más órdenes que las de su cabeza y decía:
—¡Yo fui! ¡Yo fui quien disparó, pero fue Miguel Ángel Ramírez quien me envió!
Los soldados al ver que era un tipo inofensivo y desarmado se colocaron uno al lado del otro y lo acompañaron hasta la puerta.
La puerta se abrió y Esteban José, desvelado y con los cabellos alborotados se asomó. Detrás de él el abogado junto a don Jonathan se acercaron.
—¡Yo fui! ¡Yo lo maté! –exclamó frente a los tres hombres, Ernestino, dejándose caer, llorando y suplicando perdón.
Los tres se miraron y lo introdujeron al interior casi a rastras seguidos por los dos soldados armados. Olía mal el individuo, pero olía aún más mal lo que quería confesar.
Lo llevaron hasta la sala y allí, llorando y mirando de vez en cuando hacia las ventanas, el hombre lo confesó todo. Temblaba y todos lo atribuyeron al peso de la culpa y el miedo. Lo que no comprendían el motivo por el cual se había presentado allí.
Escucharon atentos la confesión y como siempre las piezas parecieron encajar. Ernestino contó todo lo ocurrido desde el momento en el que el señor Miguel Ángel Ramírez lo había abordado en la plaza de la iglesia del Álamo hasta el momento de recibir los mil lempiras como recompensa. Dinero que al igual que había hecho en el bosque sacó, mostró y después lanzó al suelo con desprecio.
—Sargento –le sugirió Esteban a uno de los militares que estaba escuchando y mirando todo—, le sugiero que envíe a dos hombres a capturar a Miguel Ángel Ramírez antes de que pueda darse a la fuga y lo pongan bajo custodia hasta que se lleve a juicio de nuevo.
El militar, de inmediato, y después de escucharlo y comprenderlo todo, se dio la vuelta y le pidió a su compañero que vigilara a Ernestino mientras él ordenaba afuera.
Afuera de la casa había cinco soldados más y de inmediato le ordenó a tres que corrieran hacia el Álamo y apresaran a Miguel Ángel Ramírez. Los soldados se pusieron en camino después de hacer el saludo respectivo.

***

María Azucena, en el momento de ver, a través de los ojos de su tulpa, como Ernestino era llevado por dos soldados hacia la casa de su padre, se separó de aquel cuerpo y volvió a la choza su espíritu.
Estaba agotada, aún sentada en el centro del círculo mágico, y sin dudarlo se puso en pie con mucha dificultad. La luz del sol ya entraba tímidamente por entre las paredes de rajas de roble y se instalaba sobre todos los objetos en el interior. Fue hacia la cama y se metió bajo las sábanas. Sentía el cuerpo agotadísimo y el espíritu marchito.
Trató de dormirse, pero no pudo, sólo descansó del agotador esfuerzo.
—Ahora todo estará bien –se dijo en una voz queda y lejana que no se parecía en nada a la suya.
Cuando por fin iba a cerrar los ojos escuchó un ruido. Miró hacia la puerta, la única, que tenía enfrente y vio entrar a su tulpa. El ser la miró como con tristeza y después se fue a echar al rincón más alejado desde donde dándole la espalda pareció dormirse. Para entonces la luz del sol ya había entrado por todos lados.
“¿Qué voy a hacer contigo?” pensó.
En respuesta, el ser, que estaba conectado a ella para siempre, dio un pequeño rugido nada parecido al de los perros o de los lobos. Algo que parecía la combinación de muchas voces.
En el exterior de la cabaña, mientras el sol, en efecto, ya lo cubría todo, algo singular estaba sucediendo con los árboles de pino, roble y encino, las hojas de todos caían lentamente, pero caían todas, dejando los árboles desnudos y adquiriendo una extraña coloración blanca, como la de los álamos.

***

Los días siguientes a este fenómeno, y como una plaga, los bosques de los alrededores fueron perdiendo en su totalidad sus hojas y adquiriendo ese color blancuzco. Nadie podía comprender el fenómeno y lo atribuyeron a alguna plaga parecida a las de los gorgojos de pino. Pero la diferencia era que mientras que aquello mataba al árbol desde adentro, el fenómeno no mataba los árboles, solo los dejaba desnudos y blancos.
Como sucede con casi todo, las personas de los alrededores, se acostumbraron a aquello y ya no volvieron a ver los árboles con extrañeza. Para ellos era algo cotidiano y no le dieron mucho pensamiento al asunto.
Dicho fenómeno llegó hasta muy cerca del Ocotal, justo donde había caído el cuerpo sin vida de Antonio Landa y su sangre se había derramado. Esto no lo comprendió, ni lo analizó nadie, pero de un día para otro todo lo que estaba poblado de pinos, robles y pinos, aunque fueran blancos, se descascararon y las cortezas, como si algún fenómeno químico hubiera actuado sobre ellas, se volvieron rojas en el suelo. Con lo cual, la tierra de todos aquellos lugares adquirió el color escarlata de la sangre. También la gente se acostumbró a esto como si se tratara de algo muy natural.
Don Jonathan, después de la confesión de Ernestino, fue absuelto de los cargos y quedó en libertad mientras que aquel fue trasladado a la PC de Tegucigalpa asegurando que un perro blanco lo había obligado a confesar. Fue catalogado como demente y muy pronto pasó al manicomio. En cuanto al autor intelectual del crimen, Miguel Ángel Ramírez, cuando llegaron los soldados al Álamo, éste había escapado llevándose, entre otras cosas, los sueldos de los trabajadores y las nóminas de pago.
María Azucena regresó unos días a su antigua casa que ahora se llamaba La Casona y lo ostentaba en un gran arco de hierro en la entrada, pero no pudo permanecer mucho tiempo allí porque una inmensa nostalgia se apoderó de ella. Así que regresó a la cabaña construida por su amado Antonio y pasaba largas jornadas sin llegar a visitar a su padre hasta que un buen día ya no volvió jamás.
Al respecto se comenzaron a difundir muchas leyendas alrededor de los pueblos aledaños y sobre todo en el Ocotal. Muchos decían haberla visto volando sobre una escoba en las noches de luna llena. Y otros decían haberla visto vagando por los bosques en compañía de una extraña criatura blanca. Otros decían haberla visto bailando, totalmente desnuda en medio del bosque mientras de sus labios salían extrañas palabras que erizaban la piel y la ponían de gallina. Otros, los más fantasiosos, contaban que vivía en una cabaña en medio del bosque junto a un demonio y que para poder vivir comía niños recién nacidos. Ningún niño de los alrededores se perdió nunca, pero si mucho ganado.
El animal que se perdía al entrar a aquel bosque blanco jamás volvía a ser visto. Los habitantes del Álamo, después de haber sido uno de los pueblos más prósperos de la zona comenzaron a convertirse en seres taciturnos y familias enteras abandonaron el lugar después de que cada noche, comenzaran a suceder fenómenos extraños. Muchos afirmaban que una maldición había caído en el pueblo, pero cuando trataba de explicarla no podía. Solían mirar hacia el cerro del otro lado del muro y luego agachaban la cabeza.

Capítulo 11



María Azucena dejó a su padre con su hermano en la casa que pronto sería conocida como La Casona, a las siete de la noche y se dirigió diligente hacia su cabaña en las cercanías del pueblo del álamo. Algo acicateaba sus ánimos y la animaba a aumentar la velocidad del paso de su yegua. En su mente, atormentada por los acontecimientos, parecía irse formando una enorme nube blanca y negra que no presagiaba nada bueno.
Llegó a su cabaña a las ocho de la noche y la luna naciente, a lo lejos, en el cielo parecía una sonrisa de medio lado. Bajó de la yegua y casi como un autómata la llevó hasta detrás de la casa donde había un pequeño corral. Allí la dejó sin quitarle la montura. El animal, al ver la querencia no pareció importarle se metió y se dedicó a masticar algo de zacate viejo traído por Antonio el miércoles por la tarde.
Cuando regresaba hacia la entrada de la casa escuchó un resollar del otro lado y el corazón le dio un brinco. Escuchó unos cascos y una corriente de aire frío le recorrió la espalda. Pero aun así se asomó. Se trataba del caballo de Carlos Antonio. Después de vagar por los cerros durante tres días completos, el animal había tomado el camino más conocido: el del amo.
—Hola, amigo –le dijo Azucena tomándolo de la rienda y llevándolo también hacia el corral.
El animal se dejó llevar y cuando ella le dijo que entrara, entró. Relinchó al ver a la yegua y todo en paz. Azucena cerró de nuevo el rústico portón y volvió a la puerta principal de la cabaña. La empujó y la oscuridad la envolvió con mayor fuerza.
La ventaja de vivir en un lugar pequeño es que siempre se sabe dónde están las cosas. Llegó hasta el fogón y empinándose un poco tomó la caja de fósforos que estaba sobre una de las rajas de la pared. Rasgó uno y la luz inundo el lugar. Buscó un candil, lo encendió y después encendió el fogón.
Cuando el interior del lugar estuvo iluminado casi por completo buscó el enorme libro de pasta negra y símbolos esotéricos y buscó.
—Con esto será suficiente –le dijo a la oscuridad reinante.
De inmediato buscó una paila de plástico, colocó dentro de ella un pequeño espejo con la cara hacia arriba y luego lo llenó de agua hasta la mitad. Colocó la paila sobre el espacio libre que queda después de poner la leña a quemar debajo de las hornillas. Luego con la misma ceniza del fogón hizo un círculo alrededor de la paila. Después comenzó a emitir un conjuro:
—Aire, fuego, agua tierra, elementos del nacimiento astral, los llamo ahora, vengan a mí. En el círculo debidamente formado seguro de maldición psíquica o arruinamiento, los llamo ahora, vengan a mí. Desde la cueva y el desierto, el mar y la colina, por la varita, el cuchillo, la copa y el pentáculo, los llamo ahora, vengan a mí, Esa es mi voluntad, ¡que así sea!
En cada vengan a mí, juntaba las manos en el pecho como cuando se va a orar y luego las levantaba hacia el techo donde las separaba y luego las volvía a unir.
Y los árboles en el exterior comenzaron a agitarse suavemente como en un murmullo, como si platicaran entre sí. Hasta la cabaña llegó ese susurro y Azucena, transformada en ese momento en la invocadora de los poderes naturales se hizo a un lado y miró hacia la puerta, como si alguien hubiera entrado y con las puntas de los dedos le indicó, a ese alguien que llegara hasta la paila con el espejo y el agua en el círculo.
—Entren en el pasado y muéstrenme los hechos, uno por uno, para comprender el suceso.
Ese aire invisible se metió dentro de círculo levantando las cenizas que lo formaban y de paso agitando las llamas del fogón de fondo y después se precipitó sobre el agua.
—Muéstrenme los hechos –repitió Azucena en un susurro cariñoso.
Las aguas, agitadas por la corriente de aire, comenzaron a enturbiar el espejo que estaba en el fondo. Las ondas formadas adquirieron formas de colores y luego esos colores se separaron como en una orgía de pigmentos hasta convertir el fondo de la paila en una especie de pantalla de plata. Poco a poco, las imágenes fueron tomando forma y Azucena descubrió la verdad.

***

Todo había comenzado, o por lo menos así lo mostró el espejo, el miércoles por la tarde cuando ella y Antonio habían salido de la iglesia del Álamo. Recordó, algunos detalles, mientras veía aquello que la hizo reflexionar en la posibilidad de haberlo evitado todo. Si no hubieran hecho esto o aquello, pero la vida no está hecha de segundas oportunidades.
En la imagen, como en un televisor moderno, se vio a si misma saliendo por la puerta trasera de la iglesia, la de la sacristía, tomada del brazo de Antonio mientras dos hombres con mirada libidinosa los miraban alejarse. El hombre aquel, Miguel Ángel Ramírez, le había mencionado el deseo de poseer las tierras de su padre. Se habían ido, pero mientras se iban, un hombre había pasado junto a ellos, allí estaba aquel hombre en la imagen, pasando junto a ellos. Se trataba de Ernestino Mendoza, el que fuera trabajador de su padre y testigo, supuestamente presencial del asesinato de Antonio.
La imagen no se iba con ellos sino con Ernestino quien llegaba hasta donde estaban los dos hombres parados junto a la puerta de la sacristía. Se saludaban y luego comenzaba a hablar de la pareja. Ernestino, presumido por naturaleza, se ponía a fanfarronear sobre don Jonathan.
Miguel Ángel Ramírez se iba con Ernestino, sonsacándolo. Allí se vía cuando los dos hombres dialogaban largamente hasta que se separaban. Ernestino tomaba una enorme botella de licor y se iba hacia El Ocotal. Llegaba hasta la casa del antiguo patrón a media noche y se ponían a beber juntos, pero Ernestino no bebía. Echaba en una planta el contenido de sus vasos mientras el otro hombre se lo tragaba todo.
En la madrugada, cuando su padre estaba anciano, Ernestino buscaba el arma. La encontraba y luego llevaba a don Jonathan en la madrugada, inconsciente sobre los lomos de su propio caballo. La intención era llevarlo hasta la propia cabaña construida por Antonio y allí realizar el asesinato de los dos. Pero no había ocurrido así, de alguna manera Antonio se les había cruzado en el camino, en la intercesión y al ver a don Jonathan colocado de lado en el caballo se había bajado ante unas palabras engañosas de Ernestino. La idea de Antonio era ayudar a su padre y en ese momento, Ernestino había empuñado el arma y vaciado en el cuerpo del muchacho todo su cargamento.
Todo esto lo vio Azucena comprendiéndolo todo.
Después de dispararle una vez en el pecho, el asesino se había acercado, al cuerpo caído y le disparó las restantes balas en el rostro. Se veía como Antonio trató de protegerse el rostro, pero después del segundo disparo estaba muerto.
Después de esto, Ernestino había bajado a don Jonathan del caballo y lo había tirado en el suelo. En la caída, su padre se golpeaba la frente contra una roca. Esto no le importó al asesino quien al ver la posición en la que había quedado el hombre le colocó la pistola vacía en las manos con el cañón apuntando hacia el muerto.
Ernestino, al ver su obra, se sentía satisfecho y se iba hacia el pueblo a anunciar el descubrimiento del hecho.
Se encontraba con Faustino Lanza y luego con otras personas y les contaba la misma historia en la cual siempre incluía a dos vacas que nunca existieron en la escena del crimen. Y después de difundir la noticia, se quedaba cerca para contarles a todos los que quisieran escucharle, la historia. Con dicha historia hizo dinero y sonreía pensando en lo prometido por Miguel Ángel Ramírez en El Álamo.
El viernes, el siguiente día, se dirigía a El Álamo a recibir su recompensa. Llegaba, hablaba con el autor intelectual y luego recibía un fajo de billetes. Mil lempiras.
Mil lempiras había costado la vida de Antonio Moncada. Una pequeña fortuna para aquellas épocas desventuradas. Los dos hombres se daban la mano y asunto concluido.
Así había ocurrido todo. El motivo: la ambición.

***

María Azucena e apartó de la paila porque en el fondo, el agua había dejado de agitarse y de formar imágenes. Era suficiente. Pero, a quien podría convencer con aquello. Ella lo sabía con certeza, porque los elementales de la naturaleza jamás mentían, pero cómo demostrar esa verdad a los demás.
Se sentó frente a la mesita que compartía con Antonio y bajó la cabeza apoyando los codos sobre la superficie rugosa del objeto. La noche era profunda y sólo la luz parpadeante del candil y el fuego trataba de romper aquellas tinieblas.
¿Qué podría hacer? su padre estaba a punto de ser llevado preso por un crimen que no había cometido y ella sabía la verdad. La única forma era obligar al criminal a confesar su culpa. ¿Pero cómo? Ella era una mujer y no tenía la suficiente fuerza como para obligarlo a hacerlo. No sabía manejar armas ni tenía una.
Recordó, por desgracia (sobre todo por lo que sucedió después), una plática con su amiga de Inglaterra, Kenia Smith:
“La magia de las brujas utiliza la naturaleza de los cuatro elementos, pero hay otros tipos de magia más poderosa que utilizan fuerzas más profundas de la naturaleza subterránea. Tú tienes mucha fuerza espiritual, sólo debes concentrarte en lo que quieres y luego eso vendrá a ti. Por ejemplo, podrías crear tu Tulpa”
—Mi tulpa –susurró en la semi penumbra.
La misma palabra le sonó misteriosa.
“Un tulpa es como el avatar, o náhuatl, de cada persona. Es su mascota protectora. Es una construcción mental que se crea por el acto de la meditación y la voluntad. Una tulpa puede tener la forma que la persona que lo hace le quiera dar como por ejemplo un animal, una persona, un objeto… lo que se quiera crear. Solo se necesita concentración, disciplina, soledad y el ritual del Tulpa el cual consiste en imaginar, pedir, imaginar, pedir. Luego, si la voluntad es lo suficientemente fuerte y una gran carga emocional está de por medio, puede crearse. Es como una forma ectoplasmia al principio, pero luego se materializa con fuerza y su duración depende de la emoción con la cual se cree. Él sobrevive de las emociones de su creador”.
—Un tulpa –volvió a decirle a la soledad de la cabaña— lo podría obligar a confesar con mi tulpa.
Se levantó y buscó otro libro. Buscó hasta encontrar las invocaciones necesarias.
Era luna nueva y eso significaba que las energías cósmicas estaban creciendo segundo a segundo. Sacó de un cajón su vestido de ritos. Se desnudó por completo y se colocó aquella especie de túnica de una sola pieza.
Con ceniza de roble hizo el círculo mágico y se internó en él, comenzó con las oraciones y las convocaciones nocturnas pidiéndole a la naturaleza su fuerza. Pero un tulpa, según su amiga, era más una creación personal que de la naturaleza.
“Nunca se deben mezclar las magias— alguien había dicho eso en una conferencia de wicca, pero no recordaba quién lo había dicho—. Porque cuando se mezclan sucede como el agua y el aceite, el uno flota sobre el otro. Nunca se mezclan. No sabríamos que podría surgir de esas mezclas. Nunca mezclen. Nunca”.
Pero sucede con la magia como con la vida misma: no se le puede obligar a convivir con las ideas y las necesidades humanas. Hizo oído sordo a aquella advertencia mental. Comenzó a cantar:

Oscura noche y brillante luna,
este y sur oeste y norte:
Escuchad de las Brujas la Runa,
y que mi alma la magia porte.

Tierra y agua, aire y fuego,
varita pentáculo y espada:
Trabajad en mi ruego,
y escuchad mi llamada.

Velas e incienso, cáliz y cuchillo,
poderes de la daga del brujo:
Levantaos en vida yo os lo pido,
venid y ayudad en mi embrujo.

Reina del Cielo y la Tierra,
Astado cazador de la Oscuridad:
Enviad vuestros poderes a mi reino,
y haced verdad mi voluntad.

Por el poder de la tierra y el mar,
por la fuerza del sol y la luna:
Así es mi deseo, y así hecho será,
cantando de las brujas la runa.

Comenzó su proceso de creación del tulpa a las diez de la noche y lo concluyó totalmente agotada a las tres de la madrugada. Hasta ese momento, abrió los ojos y su corazón se quedó en éxtasis al ver ante ella una criatura blanca, tal como la había imaginado. No tuvo miedo, pues dicha criatura parecía un pequeño lobo blanco con enormes garras y una cola muy poblada. Era totalmente blanco y con los ojos negros. Parecía un perro de unos cinco años de edad, totalmente desarrollado.
—Tulpa –dijo con voz nerviosa y cansada.
El animal, creación, movió la cola, la miraba y parecía esperar.
—Ven –le llamó.
El animal se acercó y bajó la testa para ser acariciado. Ella colocó allí su mano y el animal movió la cola con gran animación. Era helado al tacto y su pelaje parecía húmedo y áspero.
—Tú me ayudarás a que el asesino diga la verdad. Ve al pueblo, búscalo y llévalo ante la ley para que confiese su crimen.
El animal pareció sonreír casi con una sonrisa humana. Inquietante.
—¡Ve! –ordenó Azucena señalándole la puerta abierta.
El tulpa salió disparado por la puerta y se perdió en la noche.
Azucena se volvió a sentar en la posición de loto que había adoptado durante las horas de creación y cerró los ojos deseando con todas sus fuerzas ver lo que el tulpa veía. De inmediato se estableció la conexión. Fue una sensación extraña como extraña era la situación completa. Sintió en el cuerpo un calambre como de fiebre y luego su conciencia se fue hasta el cerebro del animal. Comenzó a ver, oler y sentir como él lo hacía y era una cuestión casi limitadora. El animal pensaba en comida y su comida eran las emociones.
Miró hacia abajo, hacia el pueblo del Álamo. Todo dormía en silencio y sólo de vez en cuando el ladrido de un perro o el canto de un gallo lo despabilaba todo.
Llegó hasta el muro de piedra de un metro de alto y de un salto llegó al otro lado. La carretera era arenosa y húmeda. Pero estaba bien. Comenzó a oler como lo haría un perro siguiendo una huella y rápido encontró el olor de Ernestino Mendoza. Olía a sangre, a crimen y a engaño. Enfiló sus pasos hacia donde lo llevaba el olor.