Había llorado, pero de nada le había servido. Su hija,
dispuesta a ser feliz a pesar de todo se empeñaba en visitar más y más a aquel simple campesino, según sus propias
palabras.
“No te preocupes por mi virtud— le había dicho ella—,
Antonio es un caballero y jamás haría algo fuera del matrimonio, pero si no nos
das tu bendición cuando él venga a pedirte mi mano no te preocupes por dicha
virtud”
En ese momento había sentido ganas de atravesarle el
rostro de una bofetada, pero no lo hizo porque a pesar de todo, él era su padre
y ella su hija y tenía el vivo rostro de su difunta Alejandra.
Y así aprendieron a convivir, con la sombra de Antonio
entre ellos. Una sombra que día a día iba creciendo de forma negativa en el
espíritu del padre y de forma inmensa y aún más alta, si era posible, en el
corazón de la muchacha.
Las costumbres se hicieron presa de padre e hija. Él
salía a ordenar o velar porque todo en la hacienda se hiciera bien y ella por
las mañanas salía con su caballete y sus lienzos a pintar en los bosques, en
los ríos en la carretera. Al mediodía almorzaban juntos y trataban de no tocar
el tema en conflicto y por la tarde ella se iba montada en su caballo, con un
libro o algo entre las manos y se perdía Ocotal abajo.
Por cierto, y esto se lo notó primero Antonio, la
muchacha parecía más enfrascada en las cuestiones de la naturaleza. Era muy
callada y contemplaba el suelo, los árboles y las aves con un interés que no le
habían visto antes. Su padre lo descubrió un día cuando la encontró, a plena
luz de la luna, a media noche, en el patio contemplando con mucho cariño el
astro en el cielo nocturno. Había luna llena. Al preguntarle, al siguiente día,
que qué estaba haciendo a plena noche, allí afuera mirando hacia el cielo, ella
le había contestado como siempre con la verdad:
“Adorando a mi madre, la diosa”
Aquella respuesta, a don Jonathan lo dejó algo
perplejo. Ni siquiera de pequeña solía hacer eso. Si adoraba a su madre, porque
no lo hacía yendo al cementerio donde descansaban sus restos, no allí en el
patio y a plenas doce de la noche. Además, había dicho diosa y no dios como todo buen cristiano. No le tomó mucha
importancia porque además de aquello su hija asistía a misa los fines de semana
cuando llegaba el cura del Álamo a celebrar misa en la ermita.
Antonio, lo notó, además de su devoción nueva por la
naturaleza, por la forma en que a veces parecía rezarle a la luna y al sol. Un
día, después de uno de esos paseos que habían acostumbrados a dar por las
orillas del río junto a la presa o simplemente caminando por allí tomados de la
mano, él le había preguntado:
“¿Qué es eso que haces cuando ves la luna o el sol?”
“¿Qué cosa?”
“Cada vez que miras el sol y la luna pareces estar
orando”
“Ah, sí— había sonreído formando ese par de hoyuelos
justo en las mejillas—. Para mí, y para todos, la luna es la madre y el sol el
padre”.
Antonio que no sabía más de dioses que los que le
presentaba el cura en la iglesia y él que su madre le había inculcado, no dijo nada,
pero quedó con aquella incógnita hasta finales de octubre cuando una tarde que
fue a traerla a la casa la encontró vestida de una manera muy rara. La muchacha
se había colocado sobre el cuerpo una especie de vestido de una sola pieza,
negro, y de mangas muy anchas. Dicho vestido llegaba hasta el suelo y subía
hasta el cuello. En otras palabas cubriendo todo su cuerpo, pero al mismo
tiempo remarcando sus formas.
“No preguntes nada –le había dicho ella— y vamos al
bosque”
Detrás de la casa de los Landa se alzaba un bosque muy
tupido cubierto en su mayoría por pinos, robles y encinos y hacia allá se
internaron. Él le ayudó con una especie de bolso que ella había acondicionada
de forma que pareciera una maleta muy dura. En el interior, a medida que
avanzaban por entre las ramas, él escuchó cierto tintineo como si en el
interior fuera una campana o algo así.
Y es que si ella le hubiera pedido: lánzate de ese
barranco, lo hubiera hecho. Antonio estaba enamorado de Azucena de una forma
completa y todo lo que dijera o hiciese le parecía lo más correcto del mundo y
hay del que dijera lo contrario.
Habían llegado a la cima del cerro desde donde no se
veía ni la casa ni ningún ser humano viviente. Y allí, en una especie de claro,
donde había varias rocas enormes se detuvieron. Él bajó su maleta y la observó
hacer.
Había sido en octubre del año mil novecientos cuarenta
y nueve y la luna estaba completamente llena. Arriba, como un enorme disco de
plata, parecía mirarlo y Antonio, más adelante, podría haber jurado que sobre
la superficie de la luna se veía un rostro de perfil. Tan grande y brillante se
veía.
María Azucena, le había pedido que observara y que no
la criticara, después podrían hablar al respecto. Y mientras ella sacaba
objetos de la enorme bolsa negra él se sentó sobre una de aquellas rocas a
observarla con fascinación.
No, no tenía miedo, sólo curiosidad por ver qué hacía
o decía. Para él la mayor felicidad era estar muy cerca de ella. Y su felicidad sacó varios objetos raros de
aquella maleta entre los que pudo distinguir un candelabro con una vela oscura,
una manta con una estrella de cinco puntas, varias cajitas con figuras raras,
una especie de espada diminuta, una varita y otras cosas que no entendía.
Ella le había pedido que sólo observara, luego si
quería preguntar que lo hiciera.
Y cuando todas aquellas cosas estuvieron dispuestas en
una especie de círculo que ella misma había trazado con aquel objeto en forma
de varita se colocó en el centro y a medida que danzaba, miraba a la luna,
cantaba con su añorada voz:
“Oscura noche y brillante luna,
este y sur oeste y norte:
Escuchad de las Brujas la Runa,
y que mi alma la magia porte.
Tierra y agua, aire y fuego,
varita pentáculo y espada:
Trabajad en mi ruego,
y escuchad mi llamada.
Velas e incienso, cáliz y cuchillo,
poderes de la daga del brujo:
Levantaos en vida yo os lo pido,
venid y ayudad en mi embrujo.
Reina del Cielo y la Tierra,
Astado cazador de la Oscuridad:
Enviad vuestros poderes a mi reino,
y haced verdad mi voluntad.
Por el poder de la tierra y el mar,
por la fuerza del sol y la luna:
Así es mi deseo, y así hecho será,
cantando de las brujas la runa.”
este y sur oeste y norte:
Escuchad de las Brujas la Runa,
y que mi alma la magia porte.
Tierra y agua, aire y fuego,
varita pentáculo y espada:
Trabajad en mi ruego,
y escuchad mi llamada.
Velas e incienso, cáliz y cuchillo,
poderes de la daga del brujo:
Levantaos en vida yo os lo pido,
venid y ayudad en mi embrujo.
Reina del Cielo y la Tierra,
Astado cazador de la Oscuridad:
Enviad vuestros poderes a mi reino,
y haced verdad mi voluntad.
Por el poder de la tierra y el mar,
por la fuerza del sol y la luna:
Así es mi deseo, y así hecho será,
cantando de las brujas la runa.”
Carlos
Antonio no sentía miedo, a pesar de que algunas palabras parecían tan sacadas
de los cuentos de hadas o sermones del padre para causar temor como brujas, magia, embrujo, pentáculo.
Los
demás era algo normal, o por lo menos así lo consideraba él. Y es que aunque
María Azucena parecía loca mientras hacía aquello a la luz de la luna, a él más
se le achicaba el corazón. En ningún momento creyó que aquello pudiera hacerle
daño a nadie. Pero lo que si sintió al final de aquella especie de canción fue
como las copas de los árboles se agitaban. Fue un simple soplo, pero no estaba
lleno de maldad. Además, por su cabeza no podría pasar nada malo en aquellos
momentos. Tenía a su amada frente a él, y eso bastaba.
Cuando terminó con su ritual, Azucena, le pidió de
nuevo que la ayudara a recoger todas las cosas. Él lo hizo en silencio mientras
olía el perfume del cuerpo desnudo de la muchacha, pues debajo de aquella
túnica negra no llevaba más que su propia piel. De pronto, la naturaleza del
macho se despertó en él de una manera terrible y tuvo que respirar hondo y
apretarse los dientes.
“Lo siento” le dijo ella cuando hubieron recogido las
cosas.
“¿Por qué?” preguntó el extrañado por aquella frase.
Que él supiera ella no había hecho nada que le molestara ¿O sí?
“Porque yo soy una mujer y tú eres un hombre y aún no
puedo satisfacer tus necesidades físicas”.
Aquella respuesta en vez de enojarlo lo que hizo fue
sonrojarlo. Ella había captado su deseo.
Se sentaron sobre la misma piedra, abrazados y Antonio
sonrió ante su suerte, porque a pesar de no poder satisfacer, aún, esa
necesidad física la amaba con todas sus fuerzas y la tenía allí, sentada a su
lado: latiendo en el mismo corazón. No podía pedirle nada más a la vida.
“¿Quieres preguntarme algo?” –le dijo ella esperando
luego.
“No tengo nada que preguntarte”
“Pero yo quiero contarte”
***
“Cuando estaba en Italia, hace un año, tuve a una
compañera en la práctica final que me llamó la atención por su espiritualidad.
Se llamaba Kenia Smith. Era de Inglaterra. Nos hicimos amigas muy rápido debido
al mismo interés de pintar paisajes. En la práctica final, los maestros
permiten que el alumno seleccione el lugar del cual quiere hacer los paisajes.
Y como mi nueva amiga quería que la acompañara a Devoshire, Inglaterra, de
donde ella era, lo hice.
La primera noche que la vi hacer el rito, como lo
acabas de ver tú mismo ahora, sentí mucho miedo. Ya sabes, uno lleva en la
conciencia, o en el recuerdo todas esas cosas que nos enseñan desde pequeños y
me dio mucho miedo. Aquello me pareció demoniaco, el diablo –sonrió al recordar
aquello— todo lo que se te pueda ocurrir.
Así que a partir de allí anduve con mucho tacto,
contando los días para regresar a Italia. Pero un día cayó en mis manos un
libro llamado Wicca. En inglés. Comencé a leerlo y me pareció algo maravilloso.
La única religión capaz de explicarme tantas cosas sobre la vida y al mismo
tiempo una manera de vivir la vida.
Como Kenia ya llevaba varios años practicando la
wicca, el antiguo arte de las brujas, le pedí que me enseñara. Lo hizo con
gusto y te puedo asegurar que nunca en mi vida me sentí más feliz.
La wicca es muy sencilla. Es parecida a la religión
original practicada por los orientales: el sintoísmo. Bueno. Todo consiste en
dejar la vida fluir y convivir con la naturaleza.
El ser humano es energía. Energía que procede del sol
por el día y la luna por la noche. Por eso al sol le llamamos padre, como lo
hacían los antiguos mayas, y a la luna madre. Sin la luna, las plantas, la vida
en el mar, todo lo que tiene fluidos internos no sobreviviría. El sol alimenta
la vida, pero es la luna quien la da.
He estado practicando wicca desde hace un año y me
hace sentir viva con la naturaleza. Es una forma de vida que alguien
redescubrió hace algunos años y que quiso compartir con nosotros. Me parece
estupenda. Así que, si escuchaste palabras como brujo, bruja, magia y todo eso
en mi oración, no tengas miedo.
La brujería no es mala.
Y sé que esto que te acabo de decir te espantará y
querrás apartarte de mí. Pero la brujería sólo es una serie de rituales mágicos
que lo único que hacen es utilizar las fuerzas de la naturaleza para hacer el
bien o el mal. En la edad media fue la iglesia la que creo la que en realidad
creo la brujería mala y le dio
carácter de mala.
La iglesia católica asesinó más inocentes que la misma
peste sólo para mantener un clima de miedo ante lo misterioso. Pero si
observamos la misma iglesia católica está basada en un misterio: la
resurrección. Durante muchos años, todo aquello que no era creído o seguido al
pie de la letra por la iglesia fue considerado una herejía, o algo diabólico. Y
quien era diferente era asesinado. Te imaginas que el que nacía epiléptico
estaba condenado a la muerte aún antes de nacer. ¿Por qué? Porque era
considerado un poseído por el demonio. Niños, mujeres, ancianos… todos los que
eran levemente sospechosos eran asesinados.
La magia existe en el mundo y es algo natural. La vida
misma es magia, o un milagro, como lo quieras llamar. Así que cuando escuches
brujería no te eches a temblar. Claro que existe la maldad, así como el bien.
La naturaleza tiene fuerzas positivas y negativas y depende del uso que les
den.
En el mundo hay gente buena y genta mala, pero el
verdadero mal es aquel que se hace con conciencia.”
***
Después de aquella noche en el cerro, Carlos Antonio,
comprendió una verdad del espíritu: María Azucena era una mujer muy espiritual.
Era cierto que los domingos, como todo el pueblo, y cuando el padre del Álamo
la oficiaba, ella asistía a misa. Pero en el fondo, ahora que lo pensaba lo
hacía más para complacer a su padre. En algún momento esa costumbre sería
reemplazada por nuevos hábitos.
Y con respecto a nuevos hábitos, en noviembre, cuando
el ambiente comenzó a ponerse más frío y el llamado de la naturaleza también
hacía lo propio le planteó a Azucena la siguiente cuestión:
“¿Y cuándo nos casaremos para
vivir juntos?”
“Cuando le pidas mi mano a mi
padre” había contestado ella con una enorme sonrisa, las mejillas ruborizadas y
algo de temor en los ojos.
“¿Puedo hacerlo ya?”
“Puedes. Pero recuerda que mi
papá es un poco celoso… no sé si me entiendes.”
“Si yo fuera tu padre también
estaría celoso de cualquier pretendiente”
“No seas tonto”
Y habían acabado aquella plática,
como siempre, a besos.
Y un buen día, cuando diciembre
de mil novecientos cuarenta y nueve estaba llegando a su fin, Carlos Antonio,
armado de valor y con las palabras precisas, según él y su valentía, se
presentó muy temprano cuando Azucena no se encontraba en la casa porque andaba
haciendo uno de sus famosas pinturas.
Serían las ocho de la mañana y
treinta minutos cuando Carlos Antonio se presentó ante la puerta de don
Jonathan Landa, tocó y esperó a que le abrieran.
El mismo padre de Azucena le
abrió y al ver de quién se trataba arrugó la frente, se tocó el mentón y
preguntó con voz aguardentosa:
“¿Qué quiere?”
“Hablar con usted”
“Usted y yo no tenemos nada de
qué hablar. Salga de mi propiedad si no quiere un par de plomazos en su
humanidad”
En ese momento, y porque la voz
de don Jonathan había aumentado unos cuantos decibeles atrajo la atención de
algunos de los trabajadores de la hacienda. Entre esos trabajadores estaba
Ernestino Lanza, quien unos cuantos meses más adelante presenciaría, según él,
le momento en el cual don Jonathan descargaba la pistola sobre el muchacho.
También estaba por allí Petrona Maradiaga, lavando una ropa al fondo de un
pasillo.
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