miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 4





Había llorado, pero de nada le había servido. Su hija, dispuesta a ser feliz a pesar de todo se empeñaba en visitar más y más a aquel simple campesino, según sus propias palabras.
“No te preocupes por mi virtud— le había dicho ella—, Antonio es un caballero y jamás haría algo fuera del matrimonio, pero si no nos das tu bendición cuando él venga a pedirte mi mano no te preocupes por dicha virtud”
En ese momento había sentido ganas de atravesarle el rostro de una bofetada, pero no lo hizo porque a pesar de todo, él era su padre y ella su hija y tenía el vivo rostro de su difunta Alejandra.
Y así aprendieron a convivir, con la sombra de Antonio entre ellos. Una sombra que día a día iba creciendo de forma negativa en el espíritu del padre y de forma inmensa y aún más alta, si era posible, en el corazón de la muchacha.
Las costumbres se hicieron presa de padre e hija. Él salía a ordenar o velar porque todo en la hacienda se hiciera bien y ella por las mañanas salía con su caballete y sus lienzos a pintar en los bosques, en los ríos en la carretera. Al mediodía almorzaban juntos y trataban de no tocar el tema en conflicto y por la tarde ella se iba montada en su caballo, con un libro o algo entre las manos y se perdía Ocotal abajo.
Por cierto, y esto se lo notó primero Antonio, la muchacha parecía más enfrascada en las cuestiones de la naturaleza. Era muy callada y contemplaba el suelo, los árboles y las aves con un interés que no le habían visto antes. Su padre lo descubrió un día cuando la encontró, a plena luz de la luna, a media noche, en el patio contemplando con mucho cariño el astro en el cielo nocturno. Había luna llena. Al preguntarle, al siguiente día, que qué estaba haciendo a plena noche, allí afuera mirando hacia el cielo, ella le había contestado como siempre con la verdad:
“Adorando a mi madre, la diosa”
Aquella respuesta, a don Jonathan lo dejó algo perplejo. Ni siquiera de pequeña solía hacer eso. Si adoraba a su madre, porque no lo hacía yendo al cementerio donde descansaban sus restos, no allí en el patio y a plenas doce de la noche. Además, había dicho diosa y no dios como todo buen cristiano. No le tomó mucha importancia porque además de aquello su hija asistía a misa los fines de semana cuando llegaba el cura del Álamo a celebrar misa en la ermita.
Antonio, lo notó, además de su devoción nueva por la naturaleza, por la forma en que a veces parecía rezarle a la luna y al sol. Un día, después de uno de esos paseos que habían acostumbrados a dar por las orillas del río junto a la presa o simplemente caminando por allí tomados de la mano, él le había preguntado:
“¿Qué es eso que haces cuando ves la luna o el sol?”
“¿Qué cosa?”
“Cada vez que miras el sol y la luna pareces estar orando”
“Ah, sí— había sonreído formando ese par de hoyuelos justo en las mejillas—. Para mí, y para todos, la luna es la madre y el sol el padre”.
Antonio que no sabía más de dioses que los que le presentaba el cura en la iglesia y él que su madre le había inculcado, no dijo nada, pero quedó con aquella incógnita hasta finales de octubre cuando una tarde que fue a traerla a la casa la encontró vestida de una manera muy rara. La muchacha se había colocado sobre el cuerpo una especie de vestido de una sola pieza, negro, y de mangas muy anchas. Dicho vestido llegaba hasta el suelo y subía hasta el cuello. En otras palabas cubriendo todo su cuerpo, pero al mismo tiempo remarcando sus formas.
“No preguntes nada –le había dicho ella— y vamos al bosque”
Detrás de la casa de los Landa se alzaba un bosque muy tupido cubierto en su mayoría por pinos, robles y encinos y hacia allá se internaron. Él le ayudó con una especie de bolso que ella había acondicionada de forma que pareciera una maleta muy dura. En el interior, a medida que avanzaban por entre las ramas, él escuchó cierto tintineo como si en el interior fuera una campana o algo así.
Y es que si ella le hubiera pedido: lánzate de ese barranco, lo hubiera hecho. Antonio estaba enamorado de Azucena de una forma completa y todo lo que dijera o hiciese le parecía lo más correcto del mundo y hay del que dijera lo contrario.
Habían llegado a la cima del cerro desde donde no se veía ni la casa ni ningún ser humano viviente. Y allí, en una especie de claro, donde había varias rocas enormes se detuvieron. Él bajó su maleta y la observó hacer.
Había sido en octubre del año mil novecientos cuarenta y nueve y la luna estaba completamente llena. Arriba, como un enorme disco de plata, parecía mirarlo y Antonio, más adelante, podría haber jurado que sobre la superficie de la luna se veía un rostro de perfil. Tan grande y brillante se veía.
María Azucena, le había pedido que observara y que no la criticara, después podrían hablar al respecto. Y mientras ella sacaba objetos de la enorme bolsa negra él se sentó sobre una de aquellas rocas a observarla con fascinación.
No, no tenía miedo, sólo curiosidad por ver qué hacía o decía. Para él la mayor felicidad era estar muy cerca de ella.  Y su felicidad sacó varios objetos raros de aquella maleta entre los que pudo distinguir un candelabro con una vela oscura, una manta con una estrella de cinco puntas, varias cajitas con figuras raras, una especie de espada diminuta, una varita y otras cosas que no entendía.
Ella le había pedido que sólo observara, luego si quería preguntar que lo hiciera.
Y cuando todas aquellas cosas estuvieron dispuestas en una especie de círculo que ella misma había trazado con aquel objeto en forma de varita se colocó en el centro y a medida que danzaba, miraba a la luna, cantaba con su añorada voz:

“Oscura noche y brillante luna,
este y sur oeste y norte:
Escuchad de las Brujas la Runa,
y que mi alma la magia porte.

Tierra y agua, aire y fuego,
varita pentáculo y espada:
Trabajad en mi ruego,
y escuchad mi llamada.

Velas e incienso, cáliz y cuchillo,
poderes de la daga del brujo:
Levantaos en vida yo os lo pido,
venid y ayudad en mi embrujo.

Reina del Cielo y la Tierra,
Astado cazador de la Oscuridad:
Enviad vuestros poderes a mi reino,
y haced verdad mi voluntad.

Por el poder de la tierra y el mar,
por la fuerza del sol y la luna:
Así es mi deseo, y así hecho será,
cantando de las brujas la runa.”

Carlos Antonio no sentía miedo, a pesar de que algunas palabras parecían tan sacadas de los cuentos de hadas o sermones del padre para causar temor como brujas, magia, embrujo, pentáculo.
Los demás era algo normal, o por lo menos así lo consideraba él. Y es que aunque María Azucena parecía loca mientras hacía aquello a la luz de la luna, a él más se le achicaba el corazón. En ningún momento creyó que aquello pudiera hacerle daño a nadie. Pero lo que si sintió al final de aquella especie de canción fue como las copas de los árboles se agitaban. Fue un simple soplo, pero no estaba lleno de maldad. Además, por su cabeza no podría pasar nada malo en aquellos momentos. Tenía a su amada frente a él, y eso bastaba.
Cuando terminó con su ritual, Azucena, le pidió de nuevo que la ayudara a recoger todas las cosas. Él lo hizo en silencio mientras olía el perfume del cuerpo desnudo de la muchacha, pues debajo de aquella túnica negra no llevaba más que su propia piel. De pronto, la naturaleza del macho se despertó en él de una manera terrible y tuvo que respirar hondo y apretarse los dientes.
“Lo siento” le dijo ella cuando hubieron recogido las cosas.
“¿Por qué?” preguntó el extrañado por aquella frase. Que él supiera ella no había hecho nada que le molestara ¿O sí?
“Porque yo soy una mujer y tú eres un hombre y aún no puedo satisfacer tus necesidades físicas”.
Aquella respuesta en vez de enojarlo lo que hizo fue sonrojarlo. Ella había captado su deseo.
Se sentaron sobre la misma piedra, abrazados y Antonio sonrió ante su suerte, porque a pesar de no poder satisfacer, aún, esa necesidad física la amaba con todas sus fuerzas y la tenía allí, sentada a su lado: latiendo en el mismo corazón. No podía pedirle nada más a la vida.
“¿Quieres preguntarme algo?” –le dijo ella esperando luego.
“No tengo nada que preguntarte”
“Pero yo quiero contarte”

***

“Cuando estaba en Italia, hace un año, tuve a una compañera en la práctica final que me llamó la atención por su espiritualidad. Se llamaba Kenia Smith. Era de Inglaterra. Nos hicimos amigas muy rápido debido al mismo interés de pintar paisajes. En la práctica final, los maestros permiten que el alumno seleccione el lugar del cual quiere hacer los paisajes. Y como mi nueva amiga quería que la acompañara a Devoshire, Inglaterra, de donde ella era, lo hice.
La primera noche que la vi hacer el rito, como lo acabas de ver tú mismo ahora, sentí mucho miedo. Ya sabes, uno lleva en la conciencia, o en el recuerdo todas esas cosas que nos enseñan desde pequeños y me dio mucho miedo. Aquello me pareció demoniaco, el diablo –sonrió al recordar aquello— todo lo que se te pueda ocurrir.
Así que a partir de allí anduve con mucho tacto, contando los días para regresar a Italia. Pero un día cayó en mis manos un libro llamado Wicca. En inglés. Comencé a leerlo y me pareció algo maravilloso. La única religión capaz de explicarme tantas cosas sobre la vida y al mismo tiempo una manera de vivir la vida.
Como Kenia ya llevaba varios años practicando la wicca, el antiguo arte de las brujas, le pedí que me enseñara. Lo hizo con gusto y te puedo asegurar que nunca en mi vida me sentí más feliz.
La wicca es muy sencilla. Es parecida a la religión original practicada por los orientales: el sintoísmo. Bueno. Todo consiste en dejar la vida fluir y convivir con la naturaleza.
El ser humano es energía. Energía que procede del sol por el día y la luna por la noche. Por eso al sol le llamamos padre, como lo hacían los antiguos mayas, y a la luna madre. Sin la luna, las plantas, la vida en el mar, todo lo que tiene fluidos internos no sobreviviría. El sol alimenta la vida, pero es la luna quien la da.
He estado practicando wicca desde hace un año y me hace sentir viva con la naturaleza. Es una forma de vida que alguien redescubrió hace algunos años y que quiso compartir con nosotros. Me parece estupenda. Así que, si escuchaste palabras como brujo, bruja, magia y todo eso en mi oración, no tengas miedo.
La brujería no es mala.
Y sé que esto que te acabo de decir te espantará y querrás apartarte de mí. Pero la brujería sólo es una serie de rituales mágicos que lo único que hacen es utilizar las fuerzas de la naturaleza para hacer el bien o el mal. En la edad media fue la iglesia la que creo la que en realidad creo la brujería mala y le dio carácter de mala.
La iglesia católica asesinó más inocentes que la misma peste sólo para mantener un clima de miedo ante lo misterioso. Pero si observamos la misma iglesia católica está basada en un misterio: la resurrección. Durante muchos años, todo aquello que no era creído o seguido al pie de la letra por la iglesia fue considerado una herejía, o algo diabólico. Y quien era diferente era asesinado. Te imaginas que el que nacía epiléptico estaba condenado a la muerte aún antes de nacer. ¿Por qué? Porque era considerado un poseído por el demonio. Niños, mujeres, ancianos… todos los que eran levemente sospechosos eran asesinados.
La magia existe en el mundo y es algo natural. La vida misma es magia, o un milagro, como lo quieras llamar. Así que cuando escuches brujería no te eches a temblar. Claro que existe la maldad, así como el bien. La naturaleza tiene fuerzas positivas y negativas y depende del uso que les den.
En el mundo hay gente buena y genta mala, pero el verdadero mal es aquel que se hace con conciencia.”

***

Después de aquella noche en el cerro, Carlos Antonio, comprendió una verdad del espíritu: María Azucena era una mujer muy espiritual. Era cierto que los domingos, como todo el pueblo, y cuando el padre del Álamo la oficiaba, ella asistía a misa. Pero en el fondo, ahora que lo pensaba lo hacía más para complacer a su padre. En algún momento esa costumbre sería reemplazada por nuevos hábitos.
Y con respecto a nuevos hábitos, en noviembre, cuando el ambiente comenzó a ponerse más frío y el llamado de la naturaleza también hacía lo propio le planteó a Azucena la siguiente cuestión:
“¿Y cuándo nos casaremos para vivir juntos?”
“Cuando le pidas mi mano a mi padre” había contestado ella con una enorme sonrisa, las mejillas ruborizadas y algo de temor en los ojos.
“¿Puedo hacerlo ya?”
“Puedes. Pero recuerda que mi papá es un poco celoso… no sé si me entiendes.”
“Si yo fuera tu padre también estaría celoso de cualquier pretendiente”
“No seas tonto”
Y habían acabado aquella plática, como siempre, a besos.
Y un buen día, cuando diciembre de mil novecientos cuarenta y nueve estaba llegando a su fin, Carlos Antonio, armado de valor y con las palabras precisas, según él y su valentía, se presentó muy temprano cuando Azucena no se encontraba en la casa porque andaba haciendo uno de sus famosas pinturas.
Serían las ocho de la mañana y treinta minutos cuando Carlos Antonio se presentó ante la puerta de don Jonathan Landa, tocó y esperó a que le abrieran.
El mismo padre de Azucena le abrió y al ver de quién se trataba arrugó la frente, se tocó el mentón y preguntó con voz aguardentosa:
“¿Qué quiere?”
“Hablar con usted”
“Usted y yo no tenemos nada de qué hablar. Salga de mi propiedad si no quiere un par de plomazos en su humanidad”
En ese momento, y porque la voz de don Jonathan había aumentado unos cuantos decibeles atrajo la atención de algunos de los trabajadores de la hacienda. Entre esos trabajadores estaba Ernestino Lanza, quien unos cuantos meses más adelante presenciaría, según él, le momento en el cual don Jonathan descargaba la pistola sobre el muchacho. También estaba por allí Petrona Maradiaga, lavando una ropa al fondo de un pasillo.

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