María Azucena Landa Perdomo, regresó a Honduras en
el año de mil novecientos cuarenta y nueve, en septiembre.
Con diecinueve años cumplidos y una carrera
universitaria de prestigio a cuestas qué más le podía pedir a la vida. El
regreso lo hizo en avión pues para entonces, ya había perdido el miedo.
Aterrizó en el aeropuerto de Tegucigalpa y su padre y su hermano que ahora
vivía en la capital fueron por ella y se quedaron vivamente asombrados por los
cambios de la muchacha. Era toda una mujer elegante y sofisticada.
“Te veo algo delgado— le había dicho a su padre”
Don Jonathan había tratado de recuperarse de su
alcoholismo al saber el inminente regreso de su hija adorada y al momento de
aquella observación se habían echado una mirada con su hijo quien sabía la
verdad: su padre había estado a punto de morir intoxicado por la bebida. Pero
esto no se lo dijeron a Azucena. Hay verdades que no son necesarias
difundirlas.
“He rebajado de peso” eso fue lo único que le dijo.
“¿Y qué tal el Ocotal?” preguntó la muchacha.
Padre e hijo se volvieron a ver y fue el muchacho
quien añadió:
“Yo vivo en Tegucigalpa y te hemos acondicionado
una habitación para que…”
“Ni hablar –dijo ella de inmediato— yo voy para el
Ocotal. Tengo muchas ideas que llevar a cabo y son para realizarlas allá. Además,
me merezco unas buenas vacaciones al aire libre. Quiero pintar mucho”.
En Italia, María Azucena, se había especializado en
arte y gracias a las técnicas actuales en la vieja Europa, se había convertido
en una eficiente artista plástica. Además, traía una serie de baúles
conteniendo libros de toda especie de índole.
No hubo discusión al respecto, y aunque en el fondo
don Jonathan sabía el motivo de aquella decisión no dijo nada. Quizás al verlo
de nuevo se desilusionaría de él y dejara de ser un problema. ¿Pero cuál era el
problema? Su hija había probado el mundo, ahora no creía que fuera capaz de
fijarse en él de nuevo.
Aquel mismo día y cargando el Chevrolet 3100 recién
comprado por parte del hijo subieron por la carretera del norte hacia el
Ocotal. Eran las tres de la tarde y hacía un calor espantoso así que en varias
ocasiones se bajaron a tomar un poco de aire y a combatir un poco el sofocante
calor.
Apenas llegaron a la casa la muchacha notó algunos
cambios significativos: el portón de entrada había sido ampliado y sobre él se
estaba construyendo un arco enorme de hierro, a mitad del camino se había
abierto un pozo y lucía una especie de fuente donde estaba.
“Hemos tenido algunos problemas con el agua –le
explicó su padre— y mandé a construir ese pozo. Es agua limpia y dulce”.
Azucena se había asomado al pozo y mirado hacia el
fondo hasta donde sus ojos le parecieron alcanzar a ver.
“Es hermoso” dijo y eso fue suficiente para el
corazón del padre.
Con la ayuda de varios mozos de la casa lograron
meter el montón de baúles y demás maletas que la muchacha traía de su viaje. La
tarde aquella fue muy atareada, pero a la muchacha se le veía inquieta.
En una carta enviada con dos meses de antelación le
decía a Antonio que regresaba tal día, pero ese día había cambiado y ahora
estaba inquieta por saber si él se habría enterado de la nueva fecha. Esa fecha
se había adelantado.
Su amor no había cambiado a pesar de tanto joven
guapo y de buena posición que la pretendió durante todos aquellos años. En vez
de disminuir, como pretendía su padre, había aumentado y ahora más que nunca
que su cuerpo le pedía algo más que simples palabras estaba allí, para él. Pero
eso no se lo podía decir a su padre. Ya llegaría el momento.
Así, pues, estaba inquieta. Y cuando pudo, que fue
al borde de las seis de la tarde le pidió a uno de los mozos que le trajera una
montura. Necesitaba ir a pasear.
Ante la mirada de su padre que trató de persuadirla
con lo del cansancio del viaje ella salió a cabalgar con rumbo al Ocotal. Don
Jonathan tuvo que tragarse su miedo y sus celos.
Habían pasado más de cuatro años desde aquella
despedida y las cartas continuas que podían llegar de una mano a otra se habían
acumulado por los dos bandos. En ellas se expresaban el amor de la mejor manera
posible y se contaban como iban las cosas en el pueblo. Azucena, gracias a las
cartas de Antonio, había sabido del estado de su padre:
“En boca de todos está que don Jonathan bebe
demasiado. Está muy delgado y desmejorado, deberías de venir”
Y allí estaba. Y había sido cierto, al preguntarle
a su padre por lo de la delgadez le había mentido descaradamente. Quizás, el
tiempo, la edad y todo eso se van llevando también algunas cosas de las
personas. Ella amaba a su padre, sin duda, pero ese amor había evolucionado de
una forma rápida. De héroe infantil había pasado a señor bebedor, sin control y
sin orden de su vida. Era inevitable.
Así, un jueves, catorce de julio de mil novecientos
cuarenta y nueve, cuatro años después de haberse marchado, regresaba la
señorita María Azucena Landa, con diecinueve años de edad cumplidos y una
carrera universitaria en el extranjero al Ocotal. Aquella tarde, cuando la luz
del sol ya se estaba ocultando tras los cerros y el aire olía a humedad y a
hojas de pino verdes, muchos la vieron pasar por enfrente de la plaza, de la
iglesia y de la vieja escuela donde ella pasara un par de años.
Salió del pueblo por el camino que llevaba al río y
bajó una cuesta. Al final de esa cuesta se veía la casa de la familia Landa.
Allá a lo lejos estaba la casa de adobe y sembradíos alrededor. Sin detenerse
enfiló su montura hacia allá.
Llegar a la casa, por entre un camino estrecho y
bordeado de plantas, le resultó muy agradable, pero en el fondo de su pecho el
corazón le latía con mucha fuerza. Dudaba y se preguntaba si estaría él allí.
¿Sería el mismo? ¿Habría cambiado?
Un par de perros empezó a ladrar apenas faltando
unos metros para llegar al patio de la casa. Una luz suave se proyectaba sobre
una de las ventanas abiertas y olía a café recién hecho. Los perros comenzaron
a ladrar el caballo y a su jinete. Enfrente de la casa había un caballo con
albarda.
Alguien salió al patio diciéndoles a los perros que
hicieran silencio. Se trataba del hermano mayor de Carlos Antonio, José Mario
se llamaba según sabía ella por las múltiples referencias que de él hacía su
hermano en las cartas. José Mario era el único acompañado de los tres hermanos
Moncada hasta la fecha y tenía un hijo pequeño de cuatro años llamado
Inocencia. Al mirarlo asomarse y reconocerse de alguna manera el levantó una
mano y la saludó. Salió a tomarle el caballo y detrás de él apareció un niño
para mirar lo que hacía su padre.
“Regrese donde su abuela” –le dijo el hombre.
El niño se fue, pero con ojos de asustado. Todo
esto lo recordaría después, Azucena.
“Antonio no está” fue lo primero que le dijo el
hombre que en aquel momento tendría unos veinticinco años y olía a sudor. A
trabajo en el campo.
“¿Puedo esperarlo?” preguntó sintiendo que en el
pecho el corazón le había aumentado un latido más al escuchar el nombre de él.
Pensó que aquel hombre tan tosco, que la miraba como
la miraron aquellos niños en su primer día de clases en la escuela fundada por
su abuelo no la dejaría pasar, pero sólo dijo:
“Pase, sólo están nuestros padres”
En el pasado, cuando era alumna de la escuela, unos
nueve años atrás, y cuando había actividades con todos los padres de los niños
los había visto, pero jamás en aquella situación. Quizás, no había sido muy
buena idea ir a buscarle. ¿Qué iban a pensar sus padres? Cualquier cosa.
María Azucena entró a la casa de la cual también
Antonio le había contado muchas cosas y le pareció recordar algunas cosas. Era
una casa muy sencilla, lejos de imaginar la suya así, de piso de tierra y de
paredes de adobe, peladas. En una esquina estaba el fogón con el leño ardiendo
y varias ollas renegridas sobre él. La luz que había mirado desde afuera la
tiraba este fogón.
“Buenas noches” saludó con mucha educación.
Don Juan Moncada y su esposa doña Esther, de quien
también le había hablado Antonio en sus cartas, estaban sentados, uno enfrente
al otro en unas sillas hechas a mano combinación de madera y de cuero separados
por una mesa de madera rústica donde también había otras sillas vacías. El niño
se había colocado en el regazo de su abuela y parecía querer ocultarse con
pena. Al verla entrar a ella, ambos señores, no pasaban de los cincuenta años,
pero parecían cansados, se volvieron a mirarla.
“Buenas noches, mijita” le dijo doña Esther.
“Mmm” murmuró don Juan como calculando el problema
complejo que se les presentaba allí.
“Soy María Azucena…”
“Sabemos quién eres, mija –le dijo la señora— pasa.
Antonito no está. Anda buscando una vaquilla en la represa”
Y como el tiempo es algo que no existe sino en la
memoria por los recuerdos de Azucena cruzó aquella imagen, amada, de la primera
vez que lo había visto entrar al aula de clases y el profesor lo recriminándolo
por llegar tarde. Él le había dicho que se había tardado por causa de una
vaquilla. Sonrió ante ese recuerdo.
“Ven, siéntate” le indicó una silla doña Esther.
“Mmm” había dicho en un gruñido don Juan.
Se había sentado en la silla que estaba más cerca
de la madre de su Antonio y muy lejos de la de don Juan. La señora comenzó a
preguntarle cosas sencillas y en ningún momento la hizo sentirse incómoda. Y en
menos de lo que canta un gallo, como decía su padre, las dos mujeres
congeniaron. En algún momento José Mario se despidió de sus padres y el pequeño
Inocencio se tuvo que soltar de la falda de la abuela.
Tomaron café y hablaron largamente y cuando Azucena
notó que las horas estaban pasando y se hacía de noche aún más y el muchacho no
regresaba se puso en pie y le dijo a doña Esther:
“Sólo dígale que…”
En ese momento alguien entró por la puerta y sin
mirar a nadie dijo:
“Ha estado difícil, pero la encontré”
Y al mirar hacia la mesa y mirar allí de pie a
Azucena, lo que traía en la mano, que eran un par de lazos, se le cayeron al
suelo y pareció a punto de desmayarse por la cara que puso.
“Mi a…”
Azucena había caminado de prisa hacia él y
echándole los brazos al cuello sus labios se encontraron. Los padres del muchacho
se miraron con preocupación, pero siguieron tomándose su café dejando que la
luz parpadeante del fogón los iluminara de vez en cuando.
Aquel beso, después de tanto tiempo, fue lento y
profundo, amable y tierno como sólo el amor lo puede ser.
Salieron a caminar.
Él olía a sudor y se disculpó por eso. Ella
transpiraba un delicioso olor a rosas y se disculpó también por eso.
“Te esperaba dentro de dos días” –le dijo él.
“Se adelantó el vuelo”
Y no hubo más palabras que los besos y las
caricias. Se habían extrañado tanto el uno al otro que no podían ni hablar. Se
miraron, se olieron, se besaron y aunque no llegaron al acto carnal sus carnes
revueltas en sangre joven y ardiente los empujaban a eso. Pero Antonio había
escuchado demasiado a su madre advertirle sobre las mujeres y el respeto hacia
su condición y que:
“Sólo después del matrimonio aquello”
Aquello era lo que quería hacer en esos momentos.
Al final, porque también el tiempo es una constante
sin retorno, llegó la noche y ella tenía que regresar a casa. Él, montando su
caballo, la acompaño al lado del suyo. Fue una caminata casi romántica bajo una
luna menguante, casi llena, de julio. Las cosas, al menos para los enamorados,
parecían bañadas de una luz mágica y embriagadora. A ambos les hubiera gustado
que aquello durara una eternidad.
Llegaron hasta el portón remodelado de la hacienda
de los Landa y allí se bajaron de los caballos. Eran casi la diez de la noche y
seguramente don Jonathan estaba muy preocupado en el interior. Había varias
luces encendidas afuera y adentro.
“Voy a pedirle tu mano a tu padre” –le dijo él con
vehemencia.
Ella se estremeció ante aquella realidad que le
gustaba, pero tenía miedo. Miedo por la reacción de su padre. A quién de alguna
manera aún amaba a su modo.
“¿Puedes esperar un par de meses hasta que ya esté
bien establecida aquí?” le pidió ella.
Él la miró, dudó y le dio un rápido beso en los
labios como señal de que comprendía y que estaba de acuerdo. Se despidieron y
ella quedó sola mirando como el jinete, bajo la luz de la luna, se perdía en el
recodo de la carretera. Olía a humedad y a pino recién cortado en todo el
ambiente.
Entró en la casa, le entregó la bestia a algún mozo
y entró en la casa. Como lo esperaba, su padre estaba allí, en la sala,
esperándola y al verla entrar se puso de pie de un solo y se le encaró:
“¿Dónde andabas a estas horas?”
“En la casa de Antonio Moncada” le dijo sin
pestañear. Quien pestañeó un par de veces fue don Jonathan que esperaba temor u
ocultamiento de la verdad.
Tardó unos segundos en reaccionar y cuando lo hizo
se acercó a su hija, algo tambaleante. Había estado bebiendo.
“Pues, yo no lo permito” dijo con vacilación
levantando una mano y tratando de ser muy serio al respecto.
María Azucena, desde pequeña, había sido una niña
muy mimada y siempre había hecho su voluntad y su carácter a medida que crecía
se fue haciendo muy duro, pero ante su padre siempre se doblegaba. Además,
estaba la nueva filosofía adquirida en Inglaterra.
“Sabes bien que lo amo, papá— le dijo sin alzar la
voz y tratando de dominar sus emociones—. Y yo sé que, por eso, cuando tenía
doce años me mandaste a Tegucigalpa y a los quince a Italia. Querías que lo
olvidará. Pero no fue posible.”
Don Jonathan bajó la vista como si se sintiera
descubierto en un acto delictivo, pero no podía dejar de sentir lo mismo:
celos. Celos de padre. Se echó a llorar.
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