miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 10



María Azucena no acudió al velorio de su hombre. Se metió a su antigua habitación y notó que todo estaba tal como lo había dejado. Buscó entre los libros alguno que le diera algún consuelo. Se sentía devastada. Toda la noche la pasó llorando recordando a su amado y pensando en el destino y las vueltas incomprensibles de éste. Había tantas cosas hechas, repensadas y vueltas a hacer. Todas llevaban a lo mismo.
El entierro sería el siguiente día a las dos de la tarde. Su cuerpo sería sembrado en la cima del cerro que estaba justo enfrente del pueblo, en la misma ladera donde estaba la escuela. Como al velorio quería asistir también a éste, pero el abogado insistió en la inconveniencia.
—Me voy para mi casa –le dijo a su padre a eso de la una de la tarde.
—Tu casa es esta, hija –le dijo el hombre con mirada cansada y asustada.
—No, mi casa es aquella donde viví con él.
A esto, don Jonathan no dijo nada. Bajó la mirada, como avergonzado y la dejó partir. Esteban, había salido muy temprano para Tegucigalpa y volvería por la noche.
—El juicio será a las tres de la tarde –dijo la muchacha a punto de subirse sobre la yegua—. Estaré aquí a la una. Necesito tiempo a solas.
Salió por el camino de atrás de la casa y se perdió entre los árboles. Pasó por la lechería y por los establos de los caballos y recordó un día lejano cuando acababa de cumplir quince años y un motor rugía en la noche para dar luz. En ese momento, como quisiera regresar el tiempo atrás y no haberse ido nunca.
Volvió a llorar mientras cabalgaba en soledad entre los árboles. El sol era benigno sobre su sombrero de ala ancha.
No se dio cuenta cuándo llegó hasta el cruce donde habían matado a Antonio. Se detuvo justo en el centro, donde confluían los tres caminos. Miró hacia el lugar donde había caído y un peso, el mismo que la venía atormentando desde el día de ayer, cayó con fuerza sobre su pecho. Sentía que se iba a ahogar.
Bajó de la yegua y avanzó hasta el lugar exacto y se hincó con los ojos bañados en lágrimas. Se agachó hasta colocar su mejilla derecha sobre una mancha oscura, sangre seca. La tierra estaba caliente y sus lágrimas fueron a dar a ella.
Un pensamiento cruzó por su mente como una saeta veloz. Se incorporó, regresó a su yegua y buscó algo entre los pliegues de la albarda algo. Con ese algo volvió a la mancha de sangre y con delicadeza, quitándose del rostro, con el dorso de una mano las lágrimas, juntó un pucho de tierra y lo metió en la bolsita. Con mucho cuidado logró reunir más de una libra de tierra ensangrentada. Cerró la bolsita con el cordón que ésta llevaba en su boca y dándole un beso al suelo regresó a su yegua.
Apretó los ijares de la bestia con sus botas pequeñas y se movió.
Hizo el camino hasta la cabaña en menos de una hora, porque ahora tenía un objetivo muy claro. Mientras desmontaba en el patio de su amada cabaña, amada sólo porque él la hizo para ella, pensaba en los ingredientes. ¿Tendría lo necesario?
Entró como una tromba en la casa y vio sus cosas de pintura en un rincón. Petrona las había puesto allí como cualquier cosa y luego se había marchado.
Fue directo al armario que estaba junto a la cama. Sacó el libro más importante de la wicca: el de brujería, hechizos y conjuros. Se sentó y pasó toda aquella tarde, y parte de la noche leyendo y practicando conjuros.
La noche la agarró en plena práctica y la energía del lugar, junto a su propia energía, sin saberlo ella, comenzaron un movimiento intenso de las fuerzas naturales. Algo se avecinaba y los árboles de pino, roble y encino así lo presentían y lo manifestaban con sus movimientos ondulantes de las hojas, la corteza, las ramas y los troncos.
A medianoche, cuando el cuerpo y el espíritu de Azucena cayeron rendidos sobre el libro abierto, el fuego se apagó y lo sumió todo en tinieblas. Las llamas fueron danzando lentamente hasta quedar en simples brasas, las brasas se volvieron cenizas y la ceniza fue barrida por el viento que entraba por las rendijas de las paredes.

***

El juicio estaba programado para las tres de la tarde del siguiente día, sábado 15 de julio de mil novecientos cincuenta. Algo sin precedentes en la historia del pueblo por muchas razones. Pero la principal fue el asombro de ver tanta gente reunida, por primera vez desde la inauguración de la represa cuando el presidente Tiburcio Carías Andino (ya nadie lo recordaba, aunque apenas el año pasado acababa de abandonar el cargo), nunca había habido tanta gente reunida en el pueblo.
Desde muy temprano y como si se tratara de un paseo de fin de semana llegaron automóviles cargados de personas que al mirar las casas y las gentes del lugar parecían haber llegado a la luna o un sitio similar. Todo lo veían con ojos asombrados y mucho más a la gente. A la gente parecían temerles como si en cualquier momento les fueran a saltar encima. Esa era la fama, ellos no lo sabían, que, gracias al asesinato de un hombre, ya iban adquiriendo en todos lados. Lo mismo sucedía con todos los pueblos: sucedía algo y eso los marcaba para toda la vida.
Durante toda la mañana, entonces, el tranquilo pueblo de El Ocotal, se transformó en una especie de mercado cuyos intereses variaban de persona a persona. Algunos lo único que pretendían era vender sus mercancías, otros estaban allí por morbo, para saber cómo era la gente y que iba a ser del hombre juzgado por asesinato. En su mayoría eran periodistas, pero también había gente común.
La escuela Carlos José Landa Fellini, se había acondicionado para el evento, porque así lo habían comenzado a llamar ya muchos descarados periodistas, comenzaría a las tres y media, y no a las tres como estaba programado y un cordón de militares estaría rodeando la zona. Aquello era sin precedentes en el Ocotal y aldeas vecinas.
Al mediodía, muchas viviendas se abrieron como restaurantes y se llenaron a más no poder. La comida, como no, era del agrado de todos y salían de las viviendas con la panza contenta y el corazón expectante. La iglesia fue motivo de muchas visitas, aunque fuera por la parte externa ya que no había nadie que la abriera para entrar y ver tan magníficos retablos, como dijo un periodista por no tener nada más que decir.
Así y todo, con aquel clima tan agradable por las tardes y con el movimiento exagerado de gente se llegó a las tres de la tarde. La expectativa creció cuando, en un vehículo muy elegante llegó el juez con su túnica y toda la parafernalia del caso acompañado por otros abogados y sus propias ayudas. Los periodistas se lanzaron sobre la presa sin mucha consideración por la persona de las personas y su edad. A las tres en punto llegó el auto de la familia Landa en cuyo interior venían cuatro personas: don Jonathan junto a sus hijos Esteban y Azucena y junto a ella el abogado defensor. A ellos no les hicieron mucho caso las personas comunes pero los periodistas se abalanzaron sobre ellos con hambre. Los militares tuvieron que intervenir para dejar llegar el grupo a la escuela donde de inmediato fueron metidos en el interior. El molote externo parecía una especie de revolución.
En el interior de la escuela que estaba compuesto por un único salón y las ventanas eran muy grandes protegidas con malla y sin celosillas, el clima parecía muy cálido. Se reunieron más de veinte personas allí, pero el centro de todo era el grupito compuesto por la familia Landa y su abogado. Las personas que lograban llegar hasta la escuela era desalojada inmediatamente por un soldado y ni siquiera los periodistas pudieron acercarse al salón por orden estricta del juez.
—Preside la sesión el señor juez Armando Ventura, todos de pie.
Todos se pusieron de pie en el momento de presentar al juez que no tuvo que entrar porque ya estaba allí y luego, ante una indicación de él volvieron a sentarse. Los asientos eran los mismos de la escuela y sólo los que utilizaban el juez, el acusado y los abogados habían sido traídos de distintos hogares.
—El pueblo del Ocotal –anunció uno de los abogados llevados por el juez y que servía de anunciador— contra el señor Jonathan Landa acusado de haber dado muerte al ciudadano Antonio Moncada. Se abre el juicio.
El juicio propiamente dicho duró dos horas, pero lo que se vivió en él no fue más que el reflejo de una verdadera falta de juicio crítico y científico.
Al acusado se le trató como asesino desde el inicio y el único testigo, contó una vez más el testimonio de lo que había visto.
—Yo iba pasando por allí con las dos vacas que andaba buscando y vi cuando don Jonathan –aquí miraba al acusado—, a sangre fría (era una frase que le había gustado y escuchado mucho durante aquella mañana), le disparó a Antonito.
Sólo un periodista que se había colado entre el público y que tenía otra versión de Ernestino frunció el ceño al escuchar aquella nueva versión de los hechos. Había algunos cambios considerables como por ejemplo el motivo por el cual había estado en los alrededores, el lugar desde donde había visto las acciones, y otras cositas más. Pero no dijo nada. Lo importante era el espectáculo.
El abogado defensor, sin muchas pruebas a la mano lo único que hizo fue demostrar que la persona que había dado el testimonio, Ernestino Mendoza, había trabajado para don Jonathan durante varios años y que había sido despedido por conductas poco honorables. Posiblemente, y sólo lo dijo como una posibilidad, él había inventado todo aquello para vengarse de él de alguna manera.
Azucena no le veía salida a aquello. Tal defensa no ayudaba a nada. Miró como iban pasando lo minutos y lo único claro era la desesperación en el rostro de su padre, en la de su hermano y en la suya propia. Aquello no podía terminar bien para nada. El pueblo, todo, estaba a favor hasta de un linchamiento, se les notaba en la cara. Aquello no podía terminar bien.
¿Cómo había podido pasar todo aquello? ¿Y Antonio no estaba con ella?
Pensó en los rituales practicados durante la noche y en su miedo a no realizarlos. Era una decisión demasiado radical, demasiado fuerte. No había vuelta de hoja. Sí llevaba a cabo aquello su vida estaría en riesgo y consecuencias no previsibles podrían desatarse en todo el lugar. No, no podía hacerlo. No podía.
A las seis en punto después de escuchar aquella raquítica defensa y las sólidas acusaciones el veredicto, lógico, se dio. El juez, poniéndose de pie leyó la sentencia esperada:
—Jonathan Miguel Landa Sagastume, el acusado, póngase de pie para escuchar la sentencia –dijo con voz solemne el ayudante del juez.
El juez comenzó a leer:
—Después de escuchar a ambas partes y haber deliberado durante media hora, el jurado –el jurado eran personas tomadas al azar dentro de la comunidad—, ha decidido lo siguiente. Se considera al acusado, antes mencionado, culpable del cargo de asesinato en primer grado, y por lo tanto este jurado recomienda a la corte se aplique la pena máxima.
El juez miró a don Jonathan Landa y preguntó:
—¿Cómo se declara el acusado?
El acusado miró a sus hijos, a su abogado y dijo sin temor a dudas y aún ante las protestas del abogado defensor:
—Inocente, su señoría.
Se armó, como siempre, un buen revuelo y el juez dando sendos golpes con su martillo sobre la mesa mandó al orden. Cuando éste estuvo restablecido el juez continuó:
—Jonathan Miguel Landa Sagastume, se le condena a treinta años de prisión en la penitenciaria central de la capital del país. Dicha condena no será conmutable por ninguna cantidad de dinero ni amparos legales hasta haber cumplido un noventa por ciento de la misma.
Aquel balde de agua fría era de esperarse y en el corazón de la familia Landa se estableció el silencio y el horror. Treinta años de una vida bajo prisión. Azucena cerró los ojos, bajó la cabeza y trató de coordinar ideas. Allí ya no había salvación alguna para su padre. Treinta años. ¿Qué podría suceder en toda aquella vida? Se volvió a sentar con toda la pena del mundo.
—Le dije que se declarara culpable, don Jonathan –le reclamaba el abogado ofendido por no ser acatado.
—Es que yo no lo hice –le respondía el hombre.
—¿Y ahora, papá? –le preguntaba Esteban José con lágrimas en los ojos.
—¡Silencio! –ordenó el juez.
Todo mundo volvió a callarse y se mantuvo en pie, menos Azucena quien parecía estar meditando algo con profundidad.
—Y por deferencia al acusado, se le permitirá, arreglar sus asuntos personales antes de ser remitido a la PC. Se le otorga una prórroga de veinticuatro horas a partir de este momento para que ponga en orden todos sus asuntos. El día de mañana, a esta hora será llevado por sus custodios quienes el día de hoy permanecerán en la población, resguardándolo.
Un respiro pequeñito a su dolor.
Azucena, miró hacia las ventanas y vio el montón de rostros que desde allá la observaban con curiosidad y quizás ansiedad. No vio el de ninguno de los parientes de Antonio. ¿Dónde estarían? ¿Qué pensarían? Apenas había visto a doña María Esther el día jueves y nada más. Le gustaría ir a la casa de ellos y tratar de explicarles. Pero ¿Explicarles qué? Carlos Antonio Moncada estaba muerto y enterrado y su asesino andaba por allí suelto. Porque las cenizas no mienten. Jamás.
Todos los presentes comenzaron a ponerse de pie. Era hora de terminar con el teatro. Porque eso había sido: una burda obra de teatro para complacer al pueblo.
—Vámonos hija –dijo su padre con el rostro y el ánimo más decaído que una montaña en derrumbe—, tengo que aprovechar mis horas de libertad para dejar todo en paz.
—¡Papá! –Dijo ella echándose en sus brazos y llorando –Tú no fuiste.
—Ya ves. Lo dije y nadie me cree.
—Yo te creo. Y te voy a ayudar a salir de esta…
—Pero, hija ¿Cómo?

No hay comentarios:

Publicar un comentario