miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 12

Ernestino Mendoza estaba acostado en su catre, en el cuartito que le habían asignado en la mina. Dormía profundamente después de haberse tomado toda una botella de guaro y haber comido una gran cantidad de comida de cerdo donde la cocinera de la mina. Los privilegios de la mano derecha del jefe.
Eran las cuatro y minutos de la madrugada de aquel domingo de julio cuando sintió ganas de ir a orinar. Mucho líquido, poco espacio en el interior. Con mucho placer hubiera seguido metido bajo las tibias sábanas, pero la vejiga parecía a punto de estallar. Se levantó rodeado de la profunda oscuridad y fue hacia la puerta memorizada con antelación. Haló la hoja de madera y salió a la también oscura noche.
La cabaña era pequeña y estaba apartada de las del resto de trabajadores de la mina, muy cerca de una quebrada. Al salir al exterior el ruido del agua corriendo le estimuló aún más las ganas de orinar. Fue hasta el tronco de un álamo y allí desaguó con sumo placer. 
El árbol estaba a solo unos diez metros de la cabaña y decidió regresar de inmediato al interior pues soplaba un viento helado. Podría dormir hasta muy entrado el día y luego saldría para Tegucigalpa a disfrutar de su dinero. Con esa idea dio la vuelta hacia su refugio temporal.
Cuando posó sus ojos en la puerta del agradable sitio se detuvo de inmediato. Allí, justo en el marco de la puerta estaba algo blanco. Un animal.
—¡Dios mío! –dijo con voz quebrada.
El animal parecía un lobo. Era como de un metro de altura y de pelo totalmente blanco, pero había algo en su tez que inquietaba: aquella mirada era la de un ser humano. Estaba seguro.
Ernestino Mendoza, nacido y criado en el pueblo comenzó a elucubrar miles de ideas en su cabeza. Pensó en el cadejo y lo relacionó con el color blanco. Según las leyendas populares había dos tipos de cadejos: el blanco y el negro. El negro era el malo y el blanco el bueno. Pero aquel no parecía muy bueno.
La oscuridad de la madrugada le trajo de lo lejos el canto de un gallo. Animal que suele cantar dos veces en las madrugadas, una vez a las tres y otra a las cinco. Pero eran las cuatro. Él no lo sabía. El aliento de su boca, ante el frío de la madrugada, expulsaba una neblina blanca. Temblaba y sudaba caliente.
—Confiesa tu crimen.
La voz le resultaba un poco familiar, femenina y adolorida. Pero ¿Podía hablar el cadejo? ¿Había escuchado bien? ¿Había hablado?
—Confiesa que mataste a Antonio Moncada.
Eso lo estremeció aún más. ¿Quién podría saber aquello sino una fuerza del más allá? Su mente se estremeció y trató de balbucear algo.
—Yo… no… —la voz se le estrangulaba en la garganta como si una mano invisible se la estuviera apretando justo allí.
—Confiesa. Confiesa o te irás al infierno.
Sus músculos, quietos hasta ese momento se pusieron en movimiento. Emprendió una loca carrera por la ladera de la quebrada, pero antes de alcanzar la cima vio que el animal iba a su lado.
—¡No! ¡No!
Terminó de subir la ladera y llegó hasta las cabañas de los trabajadores. Empezó a aporrear la primera puerta que miró. Pero del interior sólo le llegaron protestas:
—Dejen dormir.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! –gritaba con lo que podía de su garganta que era muy poco.
Sólo una puerta se abrió, pero Ernestino no la vio abrirse porque ya emprendía la carrera hacia el pueblo.
Al no obtener respuesta y ver que el animal se le estaba acercando con pasos sigilosos, pero con aquella miraba negra casi humana corrió por el centro de la calle hacía el pueblo. Bajó la cuesta por la carretera y al llegar a la primera casa vio luz en el fogón y hacía allá intentó ir. No lo logró, a una velocidad imposible, el animal aquel se le puso enfrente y le cerró el paso.
—¡Confiesa! ¡Confiesa! –le murmuraba la bestia.
—¡No! ¡No! –decía el con loca voz.
Corriendo por la carretera principal y como si se tratara de un enajenado, Ernestino corría aquella madrugada y cuando quería meterse en alguno de los patios de aquellas casas, el animal se le ponía enfrente y le decía lo mismo.
Enloquecido por el miedo, el hombre fue llegando al cerco de piedra que llevaba al Álamo y el animal, como si lo dirigiera, como ganado, lo obligó a meterse en aquel camino.
—¡Confiesa tu crimen o arderas en el infierno!
—¡No! ¡No!
Durante todo el camino, por entre los pinos, robles y encinos, el animal le fue repitiendo lo mismo y el hombre agotado, ya casi sin fuerzas se negaba con las manos en la cabeza. Se apretaba las orejas con las palmas abiertas para no escuchar, pero el sonido siempre llegaba hasta lo más interno. Y allí parecía causare dolor. Un dolor punzante y caliente. Como para volverse loco.
Durante todo el camino no dejó de azuzarle aquel ser de aspecto lobuno, pero inteligencia humano y velocidad de rayo.
A las cinco y media de la madrugada llegaron hasta el lugar del asesinato y allí, totalmente agotado, física y emocionalmente, Ernestino Mendoza se dejó caer llorando y suplicando piedad. Ya no aguantaba la tortura.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! –gritaba con la voz un poco recobrada, los nervios de punta y el terror alojado para siempre en la conciencia.
—¡Levántate, asesino! –le ordenó el tulpa con fiereza.
—Yo… yo no quería hacerlo. Él, el me obligó. Miguel Ángel Ramírez me obligó. Me pagó mil lempiras. Aquí… aquí… —se metió una mano temblorosa en la bolsa del pantalón y sacó varios billetes—, aquí lo tengo. El dinero maldito. El dinero maldito.
—¡Levántate y confiesa tu crimen para que quedes libre del infierno! –dijo solemnemente el tulpa.
—¡Sí! ¡Sí! –Dijo con ansiedad el hombre –Yo no tuve la culpa. ¡Fue él! ¡Fue él!
—¡Levántate!
Ernestino, con mucha dificultad pues le temblaban las piernas y hasta se había orinado de nuevo, se puso de pie.
—¡Avanza! Vamos a la casa de los Landa a confesar tu crimen…
—¡No! ¡Yo no fui! ¡Fue él! ¡Fue él!
—Sí, fue el. Pero sólo tú puedes decírselos. ¡Vamos! Les confesarás todo tal como sucedió. Sólo así quedarás libre de culpas. ¡Vamos!
Y quizás con la esperanza de que la culpa se la echarán a Miguel Ángel Ramírez, Ernestino comenzó a andar con pasos más firmes y largos. Conocía bien el camino por haberlo cruzado miles de veces.
—¡Ve! –Le ordenó el tulpa desde el inicio del sendero— Desde aquí te observaré. Y si no confiesas volveré por ti y no tendré compasión.
Ernestino salió del sendero y se dirigió hacia la casa que se veía a lo lejos con la luz suave del sol que comenzaba a iluminarlo todo. De inmediato se pusieron a ladrar los perros y los militares que estaban custodiando la casa para evitar una posible fuga se acercaron a aquel hombre que avanzaba hacia el edificio principal sin acatar más órdenes que las de su cabeza y decía:
—¡Yo fui! ¡Yo fui quien disparó, pero fue Miguel Ángel Ramírez quien me envió!
Los soldados al ver que era un tipo inofensivo y desarmado se colocaron uno al lado del otro y lo acompañaron hasta la puerta.
La puerta se abrió y Esteban José, desvelado y con los cabellos alborotados se asomó. Detrás de él el abogado junto a don Jonathan se acercaron.
—¡Yo fui! ¡Yo lo maté! –exclamó frente a los tres hombres, Ernestino, dejándose caer, llorando y suplicando perdón.
Los tres se miraron y lo introdujeron al interior casi a rastras seguidos por los dos soldados armados. Olía mal el individuo, pero olía aún más mal lo que quería confesar.
Lo llevaron hasta la sala y allí, llorando y mirando de vez en cuando hacia las ventanas, el hombre lo confesó todo. Temblaba y todos lo atribuyeron al peso de la culpa y el miedo. Lo que no comprendían el motivo por el cual se había presentado allí.
Escucharon atentos la confesión y como siempre las piezas parecieron encajar. Ernestino contó todo lo ocurrido desde el momento en el que el señor Miguel Ángel Ramírez lo había abordado en la plaza de la iglesia del Álamo hasta el momento de recibir los mil lempiras como recompensa. Dinero que al igual que había hecho en el bosque sacó, mostró y después lanzó al suelo con desprecio.
—Sargento –le sugirió Esteban a uno de los militares que estaba escuchando y mirando todo—, le sugiero que envíe a dos hombres a capturar a Miguel Ángel Ramírez antes de que pueda darse a la fuga y lo pongan bajo custodia hasta que se lleve a juicio de nuevo.
El militar, de inmediato, y después de escucharlo y comprenderlo todo, se dio la vuelta y le pidió a su compañero que vigilara a Ernestino mientras él ordenaba afuera.
Afuera de la casa había cinco soldados más y de inmediato le ordenó a tres que corrieran hacia el Álamo y apresaran a Miguel Ángel Ramírez. Los soldados se pusieron en camino después de hacer el saludo respectivo.

***

María Azucena, en el momento de ver, a través de los ojos de su tulpa, como Ernestino era llevado por dos soldados hacia la casa de su padre, se separó de aquel cuerpo y volvió a la choza su espíritu.
Estaba agotada, aún sentada en el centro del círculo mágico, y sin dudarlo se puso en pie con mucha dificultad. La luz del sol ya entraba tímidamente por entre las paredes de rajas de roble y se instalaba sobre todos los objetos en el interior. Fue hacia la cama y se metió bajo las sábanas. Sentía el cuerpo agotadísimo y el espíritu marchito.
Trató de dormirse, pero no pudo, sólo descansó del agotador esfuerzo.
—Ahora todo estará bien –se dijo en una voz queda y lejana que no se parecía en nada a la suya.
Cuando por fin iba a cerrar los ojos escuchó un ruido. Miró hacia la puerta, la única, que tenía enfrente y vio entrar a su tulpa. El ser la miró como con tristeza y después se fue a echar al rincón más alejado desde donde dándole la espalda pareció dormirse. Para entonces la luz del sol ya había entrado por todos lados.
“¿Qué voy a hacer contigo?” pensó.
En respuesta, el ser, que estaba conectado a ella para siempre, dio un pequeño rugido nada parecido al de los perros o de los lobos. Algo que parecía la combinación de muchas voces.
En el exterior de la cabaña, mientras el sol, en efecto, ya lo cubría todo, algo singular estaba sucediendo con los árboles de pino, roble y encino, las hojas de todos caían lentamente, pero caían todas, dejando los árboles desnudos y adquiriendo una extraña coloración blanca, como la de los álamos.

***

Los días siguientes a este fenómeno, y como una plaga, los bosques de los alrededores fueron perdiendo en su totalidad sus hojas y adquiriendo ese color blancuzco. Nadie podía comprender el fenómeno y lo atribuyeron a alguna plaga parecida a las de los gorgojos de pino. Pero la diferencia era que mientras que aquello mataba al árbol desde adentro, el fenómeno no mataba los árboles, solo los dejaba desnudos y blancos.
Como sucede con casi todo, las personas de los alrededores, se acostumbraron a aquello y ya no volvieron a ver los árboles con extrañeza. Para ellos era algo cotidiano y no le dieron mucho pensamiento al asunto.
Dicho fenómeno llegó hasta muy cerca del Ocotal, justo donde había caído el cuerpo sin vida de Antonio Landa y su sangre se había derramado. Esto no lo comprendió, ni lo analizó nadie, pero de un día para otro todo lo que estaba poblado de pinos, robles y pinos, aunque fueran blancos, se descascararon y las cortezas, como si algún fenómeno químico hubiera actuado sobre ellas, se volvieron rojas en el suelo. Con lo cual, la tierra de todos aquellos lugares adquirió el color escarlata de la sangre. También la gente se acostumbró a esto como si se tratara de algo muy natural.
Don Jonathan, después de la confesión de Ernestino, fue absuelto de los cargos y quedó en libertad mientras que aquel fue trasladado a la PC de Tegucigalpa asegurando que un perro blanco lo había obligado a confesar. Fue catalogado como demente y muy pronto pasó al manicomio. En cuanto al autor intelectual del crimen, Miguel Ángel Ramírez, cuando llegaron los soldados al Álamo, éste había escapado llevándose, entre otras cosas, los sueldos de los trabajadores y las nóminas de pago.
María Azucena regresó unos días a su antigua casa que ahora se llamaba La Casona y lo ostentaba en un gran arco de hierro en la entrada, pero no pudo permanecer mucho tiempo allí porque una inmensa nostalgia se apoderó de ella. Así que regresó a la cabaña construida por su amado Antonio y pasaba largas jornadas sin llegar a visitar a su padre hasta que un buen día ya no volvió jamás.
Al respecto se comenzaron a difundir muchas leyendas alrededor de los pueblos aledaños y sobre todo en el Ocotal. Muchos decían haberla visto volando sobre una escoba en las noches de luna llena. Y otros decían haberla visto vagando por los bosques en compañía de una extraña criatura blanca. Otros decían haberla visto bailando, totalmente desnuda en medio del bosque mientras de sus labios salían extrañas palabras que erizaban la piel y la ponían de gallina. Otros, los más fantasiosos, contaban que vivía en una cabaña en medio del bosque junto a un demonio y que para poder vivir comía niños recién nacidos. Ningún niño de los alrededores se perdió nunca, pero si mucho ganado.
El animal que se perdía al entrar a aquel bosque blanco jamás volvía a ser visto. Los habitantes del Álamo, después de haber sido uno de los pueblos más prósperos de la zona comenzaron a convertirse en seres taciturnos y familias enteras abandonaron el lugar después de que cada noche, comenzaran a suceder fenómenos extraños. Muchos afirmaban que una maldición había caído en el pueblo, pero cuando trataba de explicarla no podía. Solían mirar hacia el cerro del otro lado del muro y luego agachaban la cabeza.

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