miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 2





En 1950, cuando sucedió este asesinato, en Honduras, y posiblemente en toda Centroamérica, los medios de comunicación, de todo tipo, eran muy escasos. Sólo en cuestión de vías terrestres se estaba aún muy atrasado y solamente algunas calles de las ciudades más importantes recibían mantenimiento continuo, o estaban adoquinadas o pavimentadas a su modo. En El Ocotal, pequeño pueblo ubicado a sólo cinco kilómetros de la ciudad capital, no había ni siquiera telégrafo, mucho menos una estación de policía a dónde acudir cuando se violentaba el orden. Las noticias viajaban a lomo de tortugas y ningún periódico llegaba con noticias frescas a menos que un viajero lo trajera desde la ciudad.
Cuando se cometía un delito, o lo que se consideraba como tal, se solía llevar al infractor hasta la posta más cercana que estaba entrando a Tegucigalpa. Mediodía de camino en bestias y dos horas o más, de acuerdo a la carretera, en vehículo. Pero la policía muy pocas veces arriesgaba sus preciados automóviles sobre calles abiertas a mano, como era el caso del Ocotal y del Álamo. Los delitos más comunes en aquellas épocas eran: un robo, alguna riña, algún borracho… cosas de ese estilo. Cuando había un asesinato, algo inusual en aquellas épocas, a pesar del régimen político imperante, era un completo escándalo y en cuanto en la capital olían la noticia acudían los buitres como en manada. Las primeras planas de los periódicos, como ahora, se cundían de imágenes y títulos escandalosos.
En los pueblos, la autoridad más inmediata la ostentaba el jefe de patronato, o alcalde y los auxiliares. Éstos se hacían cargo de los que cometían los atropellos y acondicionaban alguna celda improvisada antes de que llegara la policía o ellos llevaran al prisionero a un local más competente donde se juzgaba y condenaba al acusado.
A las diez de la mañana, cuando doña María Esther Hernández, reconocía a su hijo muerto y lanzaba al grito sus desgarradores gritos, el auxiliar ya iba en camino con varios hombres de la comunidad para recoger el cadáver y llevarse al sospechoso.
El cuerpo sin vida de Carlos Antonio Moncada Hernández no fue removido del lugar hasta que el único habitante del pueblo que tenía cámara tomó varias fotografías. Fotografías que con el paso de los días se volvieron muy codiciadas por parte de los periódicos de la capital y le pagaron cuantiosas sumas a su autor, quien se quejaba de no haber tenido suficientes placas para tomar más. La suerte sólo llega una vez en la vida.
A doña María Esther, que no podía casi caminar, la tuvieron que llevar entre varias mujeres en hombros mientras le aplicaban esencias muy fuertes en la nariz. Después de los gritos parecía haber quedado bloqueada y miraba sin mirar y además estaba muy pálida y húmeda del sudor que de repente salía en gotas muy gruesas por su frente.
A don Jonathan Landa, lo llevaron casi a rastras por el camino que conducía al pueblo. Parecía atontado y olía a alcohol. Miraba y no parecía comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor. Como sucede siempre en estos casos, la gente del pueblo gritaba que lo lincharan, que lo ahorcaran y otras cosas por el estilo.
—Aquí se hará justicia hasta que se juzgue –gritó el presidente del patronato haciéndose oír casi a gritos y detrás del acusado mientras a éste lo llevaban casi a rastras dos de sus auxiliares.
La gente, como estaba enardecida, protestó. Ellos querían hacer justicia ya.

***

Juan Moncada y sus dos hijos restantes se quedaron en el pueblo a esperar a que llevaran tanto el cuerpo como al acusado. Al final Luis José, el hijo del medio, quién al final de su vida terminaría convertido en sacerdote los había detenido en mitad de la calle y los había hecho entrar en razón.
—Papá –le dijo a su padre con la mirada fija y obligándolo a verlo a los ojos también—. Si matas a don Jonathan, o a quien sea, irás a la cárcel y mamá pasará el resto de la vida sola. Y tú –dirigiéndose a su hermano mayor— ¿Qué será de Francisca e Inocencio?
Los dos hombres, con la cabeza llena de rabia se bajaron de los caballos y parecieron meditar la situación.
—Era tu hermano –le recriminó su padre—. Y estas cosas se arreglan como los hombres.
—Era mi hermano. Y ustedes saben que lo quería, pero no quiero perderlos a ustedes también. Sí don Jonathan es culpable pagará. No importa el mucho dinero que tenga.
—Mmm –rumió don Juan acariciando la cacha de su pistola—. Los políticos son como los bueyes. Entre ellos no se cornean.
—Puede ser –dijo con calma Luis José—, pero eso no impedirá que se le juzgue, y si no lo hacen ellos, lo hará el pueblo.
Padre e hijo, armados, se miraron de nuevo y asintieron levemente. Luis José pensó que en ese momento le caerían ambos a la vez y lo someterían por haberlos detenido en su empeño, pero no fue así. En cambio, sacaron sus armas y se las entregaron a él.
—Guarda esto –le dijo su padre—. Tienes razón. Lo que hagamos no revivirá a Antonito. Y si la justicia falla, ya veremos la forma. Siempre la hay.
—Sí –fue la única palabra que pronunció el hermano mayor.
Luis José tomó las armas de ambos y las llevó hasta su propio caballo, el cual tenía amarrado en una banca de la pequeña plaza. Aquella mañana, de la familia, fue el primero en saber la noticia. Vivía en una casita pequeña al lado del camino por el cual pasaba Faustino hacia el pueblo todas las mañanas y el hombre se había detenido, quizás también porque sabía que él era el más calmo de todos los de la familia y le había informado:
“Mataron a Antonio”
“Ve y dile a papá y mamá yo los esperaré en la plaza”
Y así había sido. Sólo que su madre no había pasado por allí.
Mientras terminaba de colocar las armas junto a su caballo escuchó el molote que se venía acercando por la entrada del pueblo.
Allá vienen, pensó.
Regresó junto a su padre y a su hermano y los tres esperaron a que la turba llegara hasta allí.
El Ocotal, en aquella época, poseía apenas unos quinientos habitantes, en su mayoría adultos, pero cuando se reunían todos para cualquier tipo de actividad parecían miles. Eso era lo que parecía estar llegando al pueblo bajo una blanca y tumultuosa nube de polvo.
Al frente, dos hombres, traían casi a rastras a un hombre vestido elegante, pero más desorientado que un pez fuera del agua. Detrás venía el jefe del patronato como conteniendo a la multitud que traía a sus espaldas. Mujeres, hombres, ancianos y uno que otro niño (era hora de escuela), formaban aquella turba.
Ángel Emanuel Pineda, de cuarenta y tres años, el jefe del patronato, conocía muy bien el carácter de don Juan Moncada, pues de pequeños habían sido amigos y compañeros de pupitre. Esperaba una reacción violenta por parte del padre del asesinado y además sumado a esto el de los dos hijos. Pero allí estaban, de pie frente a la placita. Esperando.
Cuando estuvieron a la altura de los tres hombres y adelantándose unos cuantos pasos más, Ángel Emanuel se paró frente a ellos, y aún con el ruido de la turba, le dijo directamente a don Juan:
—Será juzgado por la ley.
Se miraron como calculándose el uno al otro.
Algo que le gustó sobremanera a Ángel fue notar la ausencia de armas.
Juan Moncada miró al jefe del patronato, después desvió la mirada hacia don Jonathan Landa, que entre dos hombres miraba hacia el piso, con la cara sudada y un aspecto de no saber lo que pasaba. Y algo, muy en el fondo le dijo que aquel hombre no había sido el asesino de su hijo. Más que avergonzado por lo que pudiera haber hecho, parecía un simple cuerpo arrastrado por las circunstancias.
—Está bien –dijo don Juan al fin.
Esto pareció satisfacer al jefe del patronato y les ordenó a sus hombres:
—Métanlo en una habitación del centro comunal.
Los dos hombres que ya estaban cansados de cargar a aquel hombre se lo llevaron de inmediato sin esperar una segunda orden.
La turba enardecida quería seguirlo, pero al ver a don Juan y a sus hijos guardaron silencio y se detuvieron.
—¿Y mi hijo? –preguntó don Juan con un hilo de voz.
—Al final de este bulto de gente –dijo Ángel Emanuel un poco aliviado al comprobar que no había sucedido lo que esperaba que sucediera.
La gente, al ver que los tres hombres se venían acercando fue abriendo una especie de camino para que pasaran. Más y más gente se había unido a lo largo del recorrido y aún se estaba reuniendo más. Personas que salían de sus casas para ver de cerca los sucesos y tener algo que contar más tarde o más temprano en sus casas o donde fuera.
Los tres hombres llegaron hasta el final del bulto de gente donde cuatro hombres en una especie de camilla improvisada cargaban el cuerpo de Carlos Antonio Moncada Hernández de veintidós años de edad. Traía el rostro cubierto por una manta bordada con flores pero empapada ya de un rojo escarlata que el sol había comenzado a secar.
Doña María Esther, la madre venía en la última línea sostenida por dos mujeres. La mujer parecía en trance. Don Juan apenas si le tomó importancia y se acercó a los cuatro hombres. Uno de ellos, con nerviosismo le dijo:
—Don Juan… no le mire la cara… por favor.
Pero don Juan fue el primer lugar en el que se fijó y hacia allá fue. Detrás de él José Mario y Luis José le siguieron.
Con un temblor en las manos y en el alma, don Juan levantó la manta y lo que vio debajo lo hizo trastabillar.

***

—Tiene el rostro destrozado. Como si quien lo hizo, quisiera borrarle el rostro con saña, con odio, con rabia— decía más tarde Luis José a su hermano José Mario.
José Mario, el mayor de los hijos y el único que al final de cuentas continuaría el apellido de la familia no decía nada. Estaba conmocionado y como en shock.
En el momento del comentario estaban ya en lo que el jefe del patronato había constituido como sus oficinas y centro de control: el centro comunal del Ocotal. Dicho edificio estaba a diez metros de la iglesia católica que se erigía en el centro del pueblo. Mucha gente, en el exterior gritaba a grito en cuello que sacaran al asesino para ajusticiarlo. Esa mucha gente no eran más que los curiosos que habían ido quedando después de que metieran a don Jonathan a la improvisada celda.
Los dos hermanos estaban de pie, uno frente al otro, apoyados en las paredes que conducían al interior. Era una especie de antesala diminuta antes de entrar al edificio de adobe, como todo en aquella época. Unos rayos de sol amarillo caían sobre ellos, pero parecía no molestarles.
Su padre y su madre habían entrado a hablar con el jefe del patronato. Más su padre porque su madre aún estaba en una especie de letargo ausente.
—¿Ya le habrán avisado a Azucena? –preguntó de pronto Luis José.
Su hermano no contestó. Su mente estaba quizás muy lejos de esos lugares. Quizás recordando los baños en el río, las peleas comunes entre hermanos o aquella sonrisa estúpida que había adquirido su hermano menor después de haber sufrido tanto por la ausencia de aquella mujer.

***

Las noticias corrían muy lentas en aquella época, pero cuando era entre pueblos, solían viajar a lomos de caballo. De caballo veloz.
La noticia se dio a conocer a las ocho y minutos de la mañana, a las diez levantaron en cuerpo y lo llevaron hacia el centro comunal y a las once y tres minutos, la noticia llegaba a oídos de María Azucena Landa Perdomo, la mujer de Carlos Antonio.
La noticia llegó así: cuando el cuerpo fue levantado a la diez de la mañana por el camino iba pasando un arriero arriando un par de vacas hacia el Álamo. Vio todo, escuchó todo y con la idea de llevar las vacas hasta su lugar y comentar la noticia emprendió el camino. Del punto donde fueron los acontecimientos al Álamo hay apenas dos kilómetros y medio escasos. Pero dicha distancia se recorre en aproximadamente treinta minutos debido a las subidas y bajadas que hay que hacer por camino de tierra y piedra. A las diez y media, entonces, dicho arriero llegó hasta el Álamo. En la calle principal del pueblo se encontró con doña María, una vecina suya y le comentó el suceso. Escandalizada, porque como ya dijimos en aquella época apenas si se daban sucesos de esa índole, la mujer se fue y se encontró con el dueño de la tiendita de abarrotes y le contó lo mismo, pero aumentándole, como sucede siempre, un poco más. A las diez y treinta y nueve llegó Petrona Maradiaga a la tienda y escuchó el relato. Ella iba para el Ocotal, pero antes tenía que pasar por donde la niña Azucena por un encargo. El encargo era unas especias que su madre hacía. Así que sin perder mucho tiempo y como si la noticia le estuviera quemando la garganta, la mujer, comenzó a subir hasta donde la pareja había hecho su nido de amor. Aunque las mujeres de la época le llamaban la casa del escándalo, porque la pareja aún no se había casado y vivían como tales.
Petrona Maradiaga, entonces, corrió, o mejor dicho casi corre colina arriba donde vivía la niña Azucena desde que había abandonado a su familia para irse con aquel hijo de don Juan Moncada. La casa que la nueva pareja había escogido para vivir mientras se calmaban las aguas de don Jonathan, como todo el mundo sabía, era una especie de cabaña hecha por el mismo Carlos Antonio, en la esquina más alejada de la propiedad de los Landa. La muchacha le había pedido que por favor no se alejaran mucho de su padre, aunque éste no lo quisiera cerca y él había optado por irse lo más lejos posible. Y lo más lejos posible había sido el borde de la misma inmensa propiedad del hacendado. Para llegar a dicha cabaña se salía del Álamo tomando la calle principal, la que va a Tegucigalpa, y se caminaba hacia la salida del pueblo hasta llegar a la curva que hay antes de empezar a subir por la carretera. Allí había un muro alto de piedra que era el límite de los terrenos de los Landa desde tiempos inmemoriales. Se metía uno a aquellos terrenos y un caminito de unos cincuenta centímetros de ancho subía serpenteando por entre los pinos y los robles hasta la casita hecha por Antonio. Dicha casita estaba a mitad de la colina.
—¡Hola, Petrona! –la saludó la niña Azucena cuando la vio acercarse ahogada por la prisa y sudando de cansancio.
La niña Azucena Landa estaba en su pequeño jardincito donde en pocos días ya había sembrado una variedad muy rara de plantas. Al verla llegar se levantó y fue a su encuentro para ayudarle con la canasta donde llevaba las especias.
—Hola, mi niña –le había dicho Petrona—. Traigo malas noticias.
Como presintiendo algo, María Azucena Landa, se la quedó mirando y preguntó:
—¿Le pasó algo a Antonio?

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