1950
—Acaban de matar a su hijo, don Juan.
Juan Moncada se enderezó cuan largo era y miró a la
persona que tenía enfrente. Estaba terminando de sembrar el maíz pues las
lluvias se habían retrasado ya lo suficiente, pero habían comenzado.
—¿Qué dijiste Faustino? –preguntó, porque le
parecía haber escuchado mal.
—Que acaban de matar a su hijo.
Sintió que la sangre se le subía a la cabeza y el
corazón le comenzó a bombear muy cerca de la sien.
—¿A quién? –preguntó, pero sólo por preguntar. Bien
sabía a quién y por qué.
Tenía tres hijos varones, según él una bendición, y
todos eran una perla en el fondo de sus pensamientos. Cada uno con su propia
personalidad y deseos.
—¿A quién? –volvió a repetir.
—A Carlos Antonio –respondió el peón con el
sombrero en las manos y la cabeza baja, como debe ser.
—Carlos Antonio –dijo don Juan Moncada, como en un
susurro. Estaba en medio de la futura milpa y el viento de la mañana le removió
unos pelos fugitivos detrás de la cabeza. El sombrero era de paja y cubría toda
la nuca en ese momento.
Se quitó el morral donde llevaba las semillas y lo
dejó caer al surco abierto de tierra negra. Luego soltó la barreta con la cual
hacía los agujeros y dijo con las cejas arrugadas:
—Ponte tú, o dile a alguien más que siga con la
siembra de este surco. Tengo cosas que hacer.
Y sin prisas tomó camino hacia la casita de adobe
la cual desde allí se veía tan pequeña en medio de la llanura. No se detuvo ni
un solo segundo a considerar todos los eventos que habían llevado a aquel
desenlace. Lo importante era reunir a los muchachos e ir por lo que tuviera que
ir un padre al cual le han matado a su hijo.
Cuando ya le faltaban unos pocos metros para llegar
hasta el patio de la casa vislumbró bajando por la colina una nube de polvo y
se imaginó que sería José Mario. Esperaba encontrar a Luis ya en la casa.
La casa era de adobe pelado y tenía dos corredores:
el delantero y el trasero, el techo de tejas rojas, lustrosas por la lluvia. El
piso de tierra prensada parecía liso por tanto trajinar en ella. Entró al patio
y miró hacia la pared, junto a la ventana estaba el machete, y el rifle
guindado de sus respectivos corceles. Se preguntó si José Mario traería su
arma. Esperaba que sí. Tendría que buscarle algo a Luis.
—Mataron a Carlitos –dijo a la nada.
Entró.
En medio de la sala había una paila tirada y miles
de semillas de frijol regadas por todos lados.
Por las ventanas y las puertas abiertas entraba la
luz a raudales. Buscó con la mirada a María Esther. No estaba. Seguramente al
escuchar la noticia había salido corriendo hasta el lugar de los hechos. Ah,
las mujeres. Ah las madres. Por cierto ¿Dónde había sido? No se lo había
preguntado a Faustino.
Entró en la habitación que compartía con su mujer y
buscó, primero con la mirada, y luego con las manos, la Smith and Weson. Un
recuerdo de su padre. La encontró el fondo del baúl donde guardaba escrituras y
títulos de propiedad. La miró primero, dio un suspiro y la sacó.
—Ni modo, amiga mía –le dijo—, de nuevo a las
balas.
Dicho eso la colocó sobre una mesita que su mujer
utilizaba como tocador y buscó, en una gaveta (esas sÍ sabía dónde estaban, con
certeza), las cajas de balas.
Se sentó en la orilla de la cama y comenzó a cargar
despacio las recámaras del arma. Mientras lo hacía parecía orar porque movía
los labios, pero lo que estaba diciendo era:
—Te mataron, mi niño. Te mataron, pero yo voy a
equilibrar las cosas cómo tú mismo lo decías.
Terminaba de meter una tercera bala en el arma
cuando escuchó el caballo llegar al patio. Suspiró y una enorme lágrima se le
desprendió y se fue rodando por las mejillas.
Se limpió con el dorso de la mano en el momento que
unas botas entraban de prisa por la puerta de la casa. Como un tornado, su hijo
José Mario, el mayor, entró llamándolo.
—¡Papá! ¡Papá!
—Aquí –dijo.
José Mario era el mayor y Antonio el menor, en
medio estaba Luis. De los tres, cada uno tenía sus propias cosas, pero a todos
los amaba a su modo.
Mario se asomó hasta el marco de la puerta y allí
se quedó parado. Era el más alto de todos y el más parecido a su madre. Allí
estaba, como el esperaba, con un machete y un arma de fuego en las manos.
—¿Ya se enteró? –le dijo.
—Acaba de decirme Faustino –levantó la cabeza sin
levantarse de la cama— ¿Cómo fue? ¿Dónde fue? ¿Quién?
Al decir ¿Quién?
Miró a su hijo a los ojos y una especie de chispa caliente pareció ardera allá
en el fondo.
—Don Jonathan Landa. En el camino real hacia El
Ocotal, justo donde empiezan sus tierras. Tuvieron una discusión, al parecer por
lo de María Azucena y el viejo le disparó a quemarropa. Ni siquiera estaba
armado.
Don Juan se quedó mirando al piso y quizás
considerando los hechos. Una mota de polvo caía por el rayo cuadrado que la
ventana dejaba pasar hasta la cama. Vio esa mota y se imaginó a sí mismo
cayendo en una especie de abismo irremediable.
—Lo vio todo Ernestino Mendoza que andaba buscando
una vaca extraviada.
—¿A qué horas ocurrió?
—Según Ernestino, a las seis de la mañana.
Eran las nueve y treinta y cinco de la mañana, eso
significaba que habían pasado más de tres horas desde los sucesos. Su hijo, su
querido Antonito. Miró el arma y se preguntó cuántas balas bastarían para
borrar su dolor.
Sin pensar más y pensando sólo en una cosa se puso
en pie.
—Vamos –dijo.
José Mario no preguntó a dónde porque conocía el
lugar, ni a qué porque eso estaba implícito.
Se hizo a un lado para darle el paso a su padre y
luego cuando éste hubo pasado junto a él le siguió. Salieron al patio y ya
estaba allí Faustino con un caballo ensillado. Listo para el galope.
—Cuida de la hacienda –le dijo al peón—. Que todos
sigan en lo que están y si hay entierro se les avisará con tiempo.
—Como usted diga, jefe –dijo Faustino entregándole
las riendas.
Ambos, padre e hijo miraron el Winchester colgado de
un clavo y luego el machete.
—Con lo que llevamos es suficiente para bajarse a
ese viejo –dijo don Juan Moncada.
José Mario asintió.
Montaron a las bestias y echándose el sombrero
sobre la frente, emprendieron el camino hacia el pueblo. Para llegar hasta la
hacienda de don Jonathan Miguel Landa Sagastume tendrían que cruzar por el
centro del pueblo. Todos los verían. Mejor así.
—¿Encontraste a tu madre cuando venías hacia acá?
–preguntó don Juan.
—No. Le iba a preguntar por ella.
—Debió tomar el camino del río. Debe ir corriendo.
—¿Qué le dijo cuándo lo supo?
—No la vi. Cuando llegué aquí ella ya se había ido.
—Pobre mamá –dijo con verdadero pesar José Mario.
Su padre no dijo nada, sólo le hundió un poco más
las espuelas a su montura, él hizo lo mismo.
***
Doña María Esther Hernández de Moncada, como bien
lo había sospechado, su marido, apenas Faustino le había comunicado la noticia
soltó la paila de frijoles limpios que tenía en el regazo y salió corriendo
como loca dejando el reguero en el suelo.
No siguió el camino común desde que salió de la
casa. El camino común era salir de la puerta e ir en línea recta unos
trescientos metros, o más, hasta el portón por donde llevaban el ganado a
pastar y luego subir por el camino hasta el pueblo, donde se tomaba la calle
que iba para Tegucigalpa y por ella se pasaba por los terrenos de los Landa,
donde estaba el camino que llevaba al Álamo.
Porque ella no había preguntado dónde había sido,
pero estaba segura que había sido en ese camino. Su hijo había salido de casa a
las cinco y media de la madrugada con rumbo a la casita que había montado para
él y María Azucena. Él había venido en la madrugada a traer un poco de leche y
carne de vaca para el desayuno. Le había dicho que quería darle a su esposa una
sorpresa.
Doña María Esther había salido por un costado de la
casa, corriendo por el mismo sendero que utilizaban sus hijos cuando eran
pequeños y querían ir al río a nadar. De allí atravesó el callejón y se fue por
otros senderos que sabía que existían allí, pero que casi nadie usaba y que
iban hacia El Álamo, el pueblo minero. Quería estar lo más pronto posible cerca
de su hijo.
¿Qué había dicho Faustino?
“Acaban de matar a Antonio” pero quién y por qué.
Su hijo, sus hijos, su familia no tenía enemistades con nadie. Según le había
contado el propio Antonio, con quien había tenido problemas era con don
Jonathan, porque no quería admitir su relación con Azucena, pero eso ya había
quedado atrás.
“Sellamos las paces” así le había dicho su hijo. Lo
recordaba bien porque lo había dicho con esa enorme sonrisa que siempre
mostraba cuando estaba sumamente feliz.
“Las cosas se están enderezando mamá”
—Oh, hijo mío –dijo en voz alta.
El camino estaba solitario como era de esperarse,
pero era cuesta arriba y eso la agotaba bastante. Sólo tenía cuarenta y cuatro
años, pero aun así el peso era considerable. Ella no era como la mayoría de
mujeres del campo que tenía que salir a sudar la gota gorda para ganarse el
sustento cotidiano. Tenía hasta ayudantes que le echaban una mano con las
tareas del hogar y hasta el propio Luis José que seguía soltero la ayudaba. Así
que no estaba acostumbrada a aquel tipo de carreras.
Su hijo, el que decían que ahora estaba muerto,
había llegado a las cinco de la madrugada y después de dejar el caballo atado a
unas de los abrevaderos había asomado la cabeza por el lavadero y le había dado
un susto.
“Hola, madre” le había dicho.
“Me vas a matar de un susto, muchacho” le había
contestado ella entre sonriendo y asustada.
“Vengo por el encargo”
El día anterior, su padre había destazado una vaca
y ella le había prometido unas buenas cinco libras de carne para asar. Y
también unos dos galones de leche fresca. A esas horas los mozos ya habían
comenzado con la ordeñada. Pero tuvo que esperar que la trajeran de los
establos.
Ella le había aliñado la carne en unos periódicos
viejos y después se las había puesto en unas alforjas. Además de la leche le
añadió dos libras de queso y tres de cuajada. Su hijo necesitaba estar fuerte
para la nueva vida que había comenzado.
“Gracias, madre, será una deliciosa carne a las
brasas”
“Me saludas a Azucena” eso era lo último que le
había dicho: me saludas a Azucena.
Cómo les había costado aceptar aquella relación,
pero cuando ya la aceptaron se sentían satisfechos al respecto. Sobre todo
porque don Jonathan era el hombre más rico del Ocotal y poseía las extensiones
de tierra más grandes que colindaban entre los dos pueblos. Hasta a ella le
parecía, todo aquello un sueño.
Ahora, todo parecía tan lejano y una pesadilla.
A medida que se acercaba al lugar donde había
ocurrido todo fue escuchando murmullos de personas. Eran voces que llevaba y
traía el viento hasta sus oídos. El sol estaba comenzando a ponerse picante,
pero a ella eso no le importaba. Lo importante era llegar hasta el lugar donde
habían ocurrido los acontecimientos. Ella no quería aceptar aquello de que su
hijo había muerto. No era posible. Carlos Antonio era su hijo más pequeño,
veintidós años cumplidos, pero para ella aún un bebé. Su bebé.
Como toda madre, y sin poder evitarlo comenzó a
recordar, sus primeros pasos, sus primeras palabras, sus llantos, las peleas
con sus hermanos mayores. No, no era posible que Carlos Antonio hubiera muerto.
Tenía que haber un error.
***
Pero no había error. Carlos Antonio Moncada Hernández
yacía tirado boca arriba sobre su propio charco de sangre y alguien, para
evitar que la madre, cuando llegara, viera aquel rostro que ya no era rostro,
había colocado una manta que servía para traer tortillas, sobre él.
El cuerpo estaba tirado boca arriba, con las
piernas dobladas hacia un lado como si hubiera caído del caballo y así quedara.
Parecía mirar hacia las nubes.
En aquel punto se unían tres caminos formando una
extraña T. El brazo de la izquierda llevaba a la hacienda de don Jonathan Miguel
Landa, la de la derecha iba hacia El Álamo, el pueblo minero que prosperaba más
que cualquier pueblo a los alrededores y el palo largo era el camino por el
cual subió doña María Esther.
Cuando doña María Esther llegó por ese camino vio a
unas quince personas formando una especie de valla en forma de huevo alrededor
de un lazo que alguien había tendido alrededor de la escena para que nadie se
acercara. En la esquina de la izquierda y atado de mano y pies estaba un
desorientado Jonathan Miguel Landa sostenido por dos hombres de la comunidad y
en la otra esquina el cuerpo de su hijo.
—Es doña Esther –comenzó a murmurar la gente.
—No dejen que lo mire, por favor –rogó una señora
de más o menos la misma edad que ella.
—No la dejen pasar.
—Alguien, deténgala.
Pero nadie se atrevió a hacer lo que decían.
Doña María Esther avanzó y los que estaban cerca
del lazo se hicieron a un lado y alguno hasta le tomó la mano y le ayudó a
pasar por debajo. Una mujer joven, ella no recordó quién, al final de toda
aquella escena, le tomó de los hombros y la acompañó cerca del cuerpo.
No necesitaba verle el rostro para saber que el
cuerpo que estaba allí, tirado como cualquier cosa, bajo el sol y desolado, era
su hijo. Reconoció aquellas botas de punta cuadrada que según él lo hacían
verse como un cowboy de las películas que decían pasaban en Estados Unidos o
las radionovelas.
Pero el corazón le dolió tanto que no tuvo más
remedio que doblar las rodillas y pegar un grito desgarrador cuando vio junto a
su mano derecha un trozo de carne roja saliendo de su envoltura del periódico.
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