miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 5





Diez años atrás, en mil novecientos cuarenta, María Azucena Landa Perdomo, tenía apenas diez años y era, como se dice, la consentida de la familia. Tenía un hermano mayor, Esteban José que le llevaba apenas dos años de diferencia, y la cuidaba como un guardaespaldas aguerrido. Era una misión, según él, encomendada por su madre antes de morir. Su madre había muerto el mismo año de su nacimiento en mil novecientos treinta, a la edad de veinticuatro años.
La familia Landa había llegado al Ocotal a finales del siglo diecinueve descendientes de los primeros italianos afincados en el país y desde entonces se mantenían casi sin ninguna descendencia más que la de la rama paterna.
Cuando María Azucena nació, por aquellas tierras ya habían pasado dos generaciones de su sangre y no se sintió rechazada por las personas como si, de alguna manera, les había sucedido a sus antecesores. El problema de su familia, si le quería ver así, era su inmensa fortuna. Sus abuelos, a su padre le habían heredado tanta tierra y tanta riqueza en metálico que ni en aquella vida la podrían gastar. Eso, parecía ser un pecado entre los habitantes de aquel pueblo.
Ella y su hermano, entonces, crecieron en un mundo privilegiado donde no faltaba nada y al mismo tiempo estaban casi aislados de los demás.
Su abuelo, según contaba su padre, había beneficiado muchísimo al Ocotal, pero el Ocotal, parecía no entenderlo. Por ejemplo, él había llevado al pueblo la primera escuela mixta con maestro pagado por él y todo, pero nadie recordaba eso. De hecho, la escuela, llevaba el nombre del abuelo: Escuela Carlos José Landa Fellini. Escuela que en tiempos de su niñez aún existía y a la cual, ella exigió asistir. Por entonces tenía diez años y ya se veía la mujer que iba a ser en el futuro.
Su padre, consciente de la discriminación que sus hijos podrían experimentar en aquel local había optado por lo mismo que su propio padre: ponerles maestros privados. Por lo menos esto había funcionado hasta los diez años cuando ella se le plantó enfrente y le dijo:
“Quiero ir a la escuela del pueblo. Con los otros niños”
Su padre que en aquella época tenía treinta y siete años y mucha energía aún para combatir a la rebelde le contestó:
“¿Quieres que todos esos niños se burlen de ti?”
“¿Y por qué se burlarían de mí?”
“Porque tú no eres como ellos.”
“Ellos también tienen manos, pies y todo. No veo la diferencia”.
“Ellos no ven esas diferencias, sino el dinero”.
Así se lo había explicado, pero ella, necia, insistió, insistió hasta que un día, el padre cansado de tanta necedad le dijo:
 “Hagamos un trato. Te voy a dejar ir a la escuela del pueblo durante una semana, pero en compañía de tu hermano”.
“¿Y yo por qué?” se quejó Esteban José que estaba allí cerca “La idea es de ella no mía”
“Por qué a ti te encargó tu mamá el cuidado de tu hermana. ¿Recuerdas?”
Esteban José no respondió nada y quedó pendiente de las nuevas disposiciones de su padre.
“No es un reto, ni nada de eso –añadió su padre mirándola a aquellos ojos tan grises que le recordaban a su difunta esposa—, pero si a las primeras de cambio te sientes maltratada, ofendida o lo que sea, te vienes para la casa. ¿Está bien?”
Ella había asentido con muchas ganas. Así que un lunes de un tiempo ya muy pasado se había preparado bien y su padre antes de que salieran los dos caminando por la calle, porque también eso era parte del trato: llegar a la escuela caminando como los demás niños la detuvo y le dijo:
“Recuerda: cualquier lágrima será tomada como una debilidad de tu parte. De inmediato te prohíbo que vayas a esa escuela. ¿Estamos?”
Había asentido de nuevo.
Y así, un lunes por la mañana, vestidita con un vestido normal, porque en aquella época no se usaban uniformes, sus zapatos de charol y una mochila cargada de libros, había salido de la casa a la cual aún no le llamaban La Casona, pero que ya tenía la estructura de serlo y tomó rumbo hacia la escuela que estaba a un kilómetro de distancia, en la entrada del pueblo. Su hermano, iba detrás de ella sin decir nada, pero un poco amargado al respecto.
Había sido en el mes de julio cuando el sol pega con mayor fuerza y el calor hace casi insoportables los días aún a pesar de la vegetación abundante del lugar. Así que, sudados y cansados, por no estar acostumbrados al trayecto llegaron los dos hermanos a la escuela. Aún no habían comenzado las clases del día, pero ya estaban allí unos diez niños.
Don Jonathan Landa había hablado con el profesor recomendándole a su hija, pero insistiendo en que la tratara como a una alumna más. El profesor le había dicho que no había problema al respecto.
La escuela Carlos José Landa Fellini, había pasado a ser del estado varios años después de su fundación y ahora el sueldo del maestro lo pagaba la república. Pero sólo era un maestro para más de treinta niños. Por lo cual los atendía a todos en el mismo salón y sin distinción de edad. Las clases comenzaban a las ocho de la mañana y terminaban a las tres de la tarde con dos recesos de veinte minutos y la hora del almuerzo.
El motivo por el cual la pequeña María Azucena Landa quería ir a la escuela era porque en su interior sentía la necesidad de relacionarse con niños de su propia edad. La vida en la casa era buena, pero sólo ver el rostro de su hermano, sin relacionarse con la gente del pueblo la hacía sentirse vacía. Su personalidad era de esas que les gusta tener muchos amigos, estar rodeada de gente. Y en casa, sólo con su hermano más o menos de su edad, sentía ese gran vacío.
Los niños del Ocotal y de las aldeas vecinas fueron llegando poco a poco y se agruparon lejos de los dos nuevos. Los miraban como si fueran dos extraños y es que, en efecto, lo eran. Ellos no se acercaron al grupo y quizás eso también tuvo que ser influencia para lo que sucedió después.
Niños de siete, ocho, nueve hasta quince años se fueron haciendo una especie de nudo enfrente del portón y miraban a los dos niños de ropas limpias, peinados y perfumados de manera tan discordante en el ambiente.
Faltando diez minutos para las ocho de la mañana, y como le había pedido don Jonathan, los trató como a cualquiera de los demás niños. Les pidió que buscaran un asiento y ellos lo hicieron sentándose al frente. Juntos. Alrededor de ellos los demás niños los miraban como si fueran extraterrestres. Nadie, hasta el momento, les había dirigido la palabra.
“Bueno, niños –había dicho el maestro cuando todos estuvieron en el salón único de clases—: el día de hoy tenemos dos nuevos compañeros”.
Y les había pedido que se presentaran. Lo hicieron y volvieron a sentarse.
“Bueno, ahora saquen sus libros de lectura, excepto primer grado con quienes voy mesa por mesa para indicarles lo que harán hoy y…”
En ese momento, por la puerta, quizás como siempre, había aparecido un niño alto y de tez canela e interrumpió al profesor.
“Buenos días, profesor”
“Buenos días, Antonio. ¿Seguramente tendrá una buena excusa para llegar a estar horas?”
El muchacho, sin poder evitarlo había dirigido su mirada a los dos nuevos niños que eran el foco de atención de todos y además porque alrededor de ellos se había hecho una especie de espacio a propósito. Aislándolos de manera natural.
Los ojos de Azucena, grises y casi transparentes, debajo de unas pestañas muy bien cuidadas y un cabello negro como la noche se encontraron con los de él y algo pareció suceder en ese momento.
“Una vaquilla –explicó Antonio con mucho respeto— se nos perdió cerca de la represa y estuvimos toda la noche buscándola. Estaba a punto de parir y…”
“Bueno. Pasa –le dijo el maestro”.
Y había pasado sentándose junto al grupo que pertenecía al sexto grado.
Ese había sido el primer encuentro entre los dos. Pero el verdadero conocimiento comenzó en el recreo. Como ya dijimos en líneas anteriores durante una jornada de trabajo escolar había dos recreos y una hora para almorzar al mediodía.
En el primer recreo todos los niños solían salir a la calle y armar un partido de futbol con cuatro piedras de porterías y una pelota de plástico que alguien poseía. Pero aquel día, parecía que todos estaban más interesados en los nuevos estudiantes. Ambos niños, Azucena y Esteban, habían salido del aula porque así se los había pedido el profesor, pero no se estaban divirtiendo con la situación. Estaban sentados en la orilla del patio mirando hacia el camino como con nostalgia.
En eso estaban cuando uno de los chicos más grandes se les acercó. Tenía catorce años y aunque ellos no lo sabían, había repetido dos años quinto grado por su mal comportamiento, como si una cosa tuviera que ver con la otra. Era mal hablado, peleonero y abusador. En otras palabras, el matón de aquellas épocas que siempre han existido. Les llamen como les llamen. Su nombre era Rigoberto, Rigo para los amigos, y tenía cara de matón.
“¿Y ustedes que hacen aquí, riquitos?” les dijo.
Esteban al verlo se puso de pie y se preparó para lo que fuera. No iba a dejar que cualquier matón le hiciera algo a su hermana.
“Estudiar” le respondió Azucena sin amilanarse.
“Pues éste no es su sitio”
“¿Quién lo dice?” –dijo Esteban, pero por dentro tenía miedo. Aquel individuo era más alto que él y por lo visto más musculoso.
Los demás niños, expectantes, estaban formando una rueda alrededor de ellos. En realidad, una media luna, porque estaban sentados en el patio y el cemento del piso no los dejaba realizar tal forma geométrica. Pero aquello parecía una trifulca anunciada.
“Lo digo yo” dijo el rufián señalándose el pecho.
María Azucena estaba al borde de las lágrimas, pero no quería llorar. Si lloraba su padre ganaría, y aunque no era una competencia, ella se sentiría una idiota. En el aula, por un momento se había sentido parte de un mundo distinto. Allí los niños aprendiendo y ella con ellos. No era la felicidad esperada, pero por lo menos estaban rodeados de niños pequeños y un poquito más grandes que ellos. Eso la hacía sentirse más humana.
“Y si lo dice Rigo Morán, es como si lo dijera el dios de este lugar”
Así lo dijo: el dios de este lugar. Una frase muy complicada para un alumno de quinto grado y de una población rural perdida entre los cerros y en mil novecientos cuarenta. Pero así lo dijo. Daba miedo y Esteban lo sintió. Y no se echó a llorar allí mismo porque estaba rodeado de niños y niñas y eso no haría más que aumentar la leyenda de aquel rufián. Sintió deseos de decir algo ingenioso, pero se mordió la lengua. No era el lugar. Así que esperó.
“Te voy a dar una arrastrada, riquillo, que te va a doler hasta el fondo del corazón”
Esteban tragó saliva y miró a su hermana que lo miraba a él con un profundo miedo en el fondo de aquellos ojos grises, tan hermosos y brillantes.
“¿Cuál es su problema?” preguntó de pronto Azucena.
Rigoberto Morán se volvió a mirar a Azucena y no le hizo gracia la pregunta porque casi no la comprendía, pero de todas maneras contestó:
“Mi problema es que los ricos me dan ganas de ir a ca…”
“¡Hey!”
La voz había venido de la parte trasera de la escuela, alguien que venía caminando despacio.
Rigoberto se dio la vuelta y miró al dueño del interruptor de su profundo discurso de matón.
“Antonito –dijo en tono burlón—. No te metas en esto”
“Es una niña –le dijo el tal Antonito—. Acaso ahora andas molestando mujeres.”
Cuando un cobarde es descubierto infraganti suele bloquearse y eso le sucedió a Rigoberto. Miró a Antonio Moncada y se quedó bloqueado ante aquella provocación. Además, toda la escuela estaba por allí. Y lo estaban mirando. Perder el respeto ante todos no estaba bien. No, para un matón de su calaña, no.
“Vete a arriar vacas” –le dijo a Antonio con despreció.
“No, hasta que le pidas perdón a la nueva alumna”
La nueva alumna miraba a aquel aparecido que parecía muy dispuesto a echarse a los puños por dos extraños y una venita de inquietud se movió allá en el fondo de su joven corazón.
“Te voy a…” Rigoberto cerró los puños y ya iba a lanzarse por aquellos impertinentes cuando sonó la voz del maestro.
“A clases todos”
Todos los alumnos se quedaron unos segundos por lo que seguía. Seguro que seguiría algo interesante.
“A la salida, Tonito, a la salida” amenazó.
“A la salida será” le prometió el otro sin amilanarse.
El resto de la clase se convirtió en algo tenso y de vez en cuando, sobre todo cuando el maestro miraba hacia otro lado, los dos contendientes se miraban. Los demás alumnos miraban a los dos nuevos alumnos y luego miraban a los contendientes con lo cual la clase se convirtió en una especie de miradas furtivas aquí y allá como midiendo el termómetro.
A la hora del almuerzo que comenzaba a las doce del día, los contendientes no se pudieron esperar y de pronto, en la parte de atrás de la escuela se enfrascaron en una batalla campal que terminó con dos dientes de Rigoberto y un ojo negro de Antonio. Al final ninguno de los dos ganó, así que volvieron a prometerse la batalla para el final de clases.
Los dos nuevos alumnos, aunque la pelea era por ellos se mantuvieron al margen y miraron todo el molote a través de la ventana.
“Mira lo que hemos causado” le recriminó Esteban mientras comían del fondo de sus recipientes.
Azucena seguía cada uno de los movimientos de Antonio y cuando éste vino al aula ella salió a recibirlo con su bandeja de comida.
“¿Quieres?” le dijo.
Él, con el ojo rojo por algún puñetazo desprevenido de su contrincante la miró, le sonrió y le dijo:
“Claro que sí”

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