Diez años atrás, en mil novecientos cuarenta, María
Azucena Landa Perdomo, tenía apenas diez años y era, como se dice, la
consentida de la familia. Tenía un hermano mayor, Esteban José que le llevaba
apenas dos años de diferencia, y la cuidaba como un guardaespaldas aguerrido.
Era una misión, según él, encomendada por su madre antes de morir. Su madre
había muerto el mismo año de su nacimiento en mil novecientos treinta, a la
edad de veinticuatro años.
La familia Landa había llegado al Ocotal a finales
del siglo diecinueve descendientes de los primeros italianos afincados en el
país y desde entonces se mantenían casi sin ninguna descendencia más que la de
la rama paterna.
Cuando María Azucena nació, por aquellas tierras ya
habían pasado dos generaciones de su sangre y no se sintió rechazada por las
personas como si, de alguna manera, les había sucedido a sus antecesores. El
problema de su familia, si le quería ver así, era su inmensa fortuna. Sus
abuelos, a su padre le habían heredado tanta tierra y tanta riqueza en metálico
que ni en aquella vida la podrían gastar. Eso, parecía ser un pecado entre los
habitantes de aquel pueblo.
Ella y su hermano, entonces, crecieron en un mundo
privilegiado donde no faltaba nada y al mismo tiempo estaban casi aislados de
los demás.
Su abuelo, según contaba su padre, había
beneficiado muchísimo al Ocotal, pero el Ocotal, parecía no entenderlo. Por
ejemplo, él había llevado al pueblo la primera escuela mixta con maestro pagado
por él y todo, pero nadie recordaba eso. De hecho, la escuela, llevaba el
nombre del abuelo: Escuela Carlos José Landa Fellini. Escuela que en tiempos de
su niñez aún existía y a la cual, ella exigió asistir. Por entonces tenía diez
años y ya se veía la mujer que iba a ser en el futuro.
Su padre, consciente de la discriminación que sus
hijos podrían experimentar en aquel local había optado por lo mismo que su
propio padre: ponerles maestros privados. Por lo menos esto había funcionado
hasta los diez años cuando ella se le plantó enfrente y le dijo:
“Quiero ir a la escuela del pueblo. Con los otros
niños”
Su padre que en aquella época tenía treinta y siete
años y mucha energía aún para combatir a la rebelde le contestó:
“¿Quieres que todos esos niños se burlen de ti?”
“¿Y por qué se burlarían de mí?”
“Porque tú no eres como ellos.”
“Ellos también tienen manos, pies y todo. No veo la
diferencia”.
“Ellos no ven esas diferencias, sino el dinero”.
Así se lo había explicado, pero ella, necia,
insistió, insistió hasta que un día, el padre cansado de tanta necedad le dijo:
“Hagamos un
trato. Te voy a dejar ir a la escuela del pueblo durante una semana, pero en
compañía de tu hermano”.
“¿Y yo por qué?” se quejó Esteban José que estaba
allí cerca “La idea es de ella no mía”
“Por qué a ti te encargó tu mamá el cuidado de tu
hermana. ¿Recuerdas?”
Esteban José no respondió nada y quedó pendiente de
las nuevas disposiciones de su padre.
“No es un reto, ni nada de eso –añadió su padre
mirándola a aquellos ojos tan grises que le recordaban a su difunta esposa—,
pero si a las primeras de cambio te sientes maltratada, ofendida o lo que sea,
te vienes para la casa. ¿Está bien?”
Ella había asentido con muchas ganas. Así que un
lunes de un tiempo ya muy pasado se había preparado bien y su padre antes de
que salieran los dos caminando por la calle, porque también eso era parte del
trato: llegar a la escuela caminando como los demás niños la detuvo y le dijo:
“Recuerda: cualquier lágrima será tomada como una
debilidad de tu parte. De inmediato te prohíbo que vayas a esa escuela.
¿Estamos?”
Había asentido de nuevo.
Y así, un lunes por la mañana, vestidita con un
vestido normal, porque en aquella época no se usaban uniformes, sus zapatos de
charol y una mochila cargada de libros, había salido de la casa a la cual aún
no le llamaban La Casona, pero que ya tenía la estructura de serlo y tomó rumbo
hacia la escuela que estaba a un kilómetro de distancia, en la entrada del
pueblo. Su hermano, iba detrás de ella sin decir nada, pero un poco amargado al
respecto.
Había sido en el mes de julio cuando el sol pega
con mayor fuerza y el calor hace casi insoportables los días aún a pesar de la
vegetación abundante del lugar. Así que, sudados y cansados, por no estar acostumbrados
al trayecto llegaron los dos hermanos a la escuela. Aún no habían comenzado las
clases del día, pero ya estaban allí unos diez niños.
Don Jonathan Landa había hablado con el profesor
recomendándole a su hija, pero insistiendo en que la tratara como a una alumna
más. El profesor le había dicho que no había problema al respecto.
La escuela Carlos José Landa Fellini, había pasado
a ser del estado varios años después de su fundación y ahora el sueldo del
maestro lo pagaba la república. Pero sólo era un maestro para más de treinta
niños. Por lo cual los atendía a todos en el mismo salón y sin distinción de
edad. Las clases comenzaban a las ocho de la mañana y terminaban a las tres de
la tarde con dos recesos de veinte minutos y la hora del almuerzo.
El motivo por el cual la pequeña María Azucena
Landa quería ir a la escuela era porque en su interior sentía la necesidad de
relacionarse con niños de su propia edad. La vida en la casa era buena, pero
sólo ver el rostro de su hermano, sin relacionarse con la gente del pueblo la
hacía sentirse vacía. Su personalidad era de esas que les gusta tener muchos
amigos, estar rodeada de gente. Y en casa, sólo con su hermano más o menos de
su edad, sentía ese gran vacío.
Los niños del Ocotal y de las aldeas vecinas fueron
llegando poco a poco y se agruparon lejos de los dos nuevos. Los miraban como
si fueran dos extraños y es que, en efecto, lo eran. Ellos no se acercaron al
grupo y quizás eso también tuvo que ser influencia para lo que sucedió después.
Niños de siete, ocho, nueve hasta quince años se
fueron haciendo una especie de nudo enfrente del portón y miraban a los dos
niños de ropas limpias, peinados y perfumados de manera tan discordante en el
ambiente.
Faltando diez minutos para las ocho de la mañana, y
como le había pedido don Jonathan, los trató como a cualquiera de los demás
niños. Les pidió que buscaran un asiento y ellos lo hicieron sentándose al
frente. Juntos. Alrededor de ellos los demás niños los miraban como si fueran
extraterrestres. Nadie, hasta el momento, les había dirigido la palabra.
“Bueno, niños –había dicho el maestro cuando todos
estuvieron en el salón único de clases—: el día de hoy tenemos dos nuevos
compañeros”.
Y les había pedido que se presentaran. Lo hicieron
y volvieron a sentarse.
“Bueno, ahora saquen sus libros de lectura, excepto
primer grado con quienes voy mesa por mesa para indicarles lo que harán hoy y…”
En ese momento, por la puerta, quizás como siempre,
había aparecido un niño alto y de tez canela e interrumpió al profesor.
“Buenos días, profesor”
“Buenos días, Antonio. ¿Seguramente tendrá una
buena excusa para llegar a estar horas?”
El muchacho, sin poder evitarlo había dirigido su
mirada a los dos nuevos niños que eran el foco de atención de todos y además
porque alrededor de ellos se había hecho una especie de espacio a propósito.
Aislándolos de manera natural.
Los ojos de Azucena, grises y casi transparentes,
debajo de unas pestañas muy bien cuidadas y un cabello negro como la noche se
encontraron con los de él y algo pareció suceder en ese momento.
“Una vaquilla –explicó Antonio con mucho respeto—
se nos perdió cerca de la represa y estuvimos toda la noche buscándola. Estaba
a punto de parir y…”
“Bueno. Pasa –le dijo el maestro”.
Y había pasado sentándose junto al grupo que pertenecía
al sexto grado.
Ese había sido el primer encuentro entre los dos.
Pero el verdadero conocimiento comenzó en el recreo. Como ya dijimos en líneas
anteriores durante una jornada de trabajo escolar había dos recreos y una hora
para almorzar al mediodía.
En el primer recreo todos los niños solían salir a
la calle y armar un partido de futbol con cuatro piedras de porterías y una
pelota de plástico que alguien poseía. Pero aquel día, parecía que todos
estaban más interesados en los nuevos estudiantes. Ambos niños, Azucena y
Esteban, habían salido del aula porque así se los había pedido el profesor,
pero no se estaban divirtiendo con la situación. Estaban sentados en la orilla
del patio mirando hacia el camino como con nostalgia.
En eso estaban cuando uno de los chicos más grandes
se les acercó. Tenía catorce años y aunque ellos no lo sabían, había repetido
dos años quinto grado por su mal comportamiento, como si una cosa tuviera que
ver con la otra. Era mal hablado, peleonero y abusador. En otras palabras, el
matón de aquellas épocas que siempre han existido. Les llamen como les llamen.
Su nombre era Rigoberto, Rigo para los amigos, y tenía cara de matón.
“¿Y ustedes que hacen aquí, riquitos?” les dijo.
Esteban al verlo se puso de pie y se preparó para lo
que fuera. No iba a dejar que cualquier matón le hiciera algo a su hermana.
“Estudiar” le respondió Azucena sin amilanarse.
“Pues éste no es su sitio”
“¿Quién lo dice?” –dijo Esteban, pero por dentro
tenía miedo. Aquel individuo era más alto que él y por lo visto más musculoso.
Los demás niños, expectantes, estaban formando una
rueda alrededor de ellos. En realidad, una media luna, porque estaban sentados
en el patio y el cemento del piso no los dejaba realizar tal forma geométrica.
Pero aquello parecía una trifulca anunciada.
“Lo digo yo” dijo el rufián señalándose el pecho.
María Azucena estaba al borde de las lágrimas, pero
no quería llorar. Si lloraba su padre ganaría, y aunque no era una competencia,
ella se sentiría una idiota. En el aula, por un momento se había sentido parte
de un mundo distinto. Allí los niños aprendiendo y ella con ellos. No era la
felicidad esperada, pero por lo menos estaban rodeados de niños pequeños y un
poquito más grandes que ellos. Eso la hacía sentirse más humana.
“Y si lo dice Rigo Morán, es como si lo dijera el
dios de este lugar”
Así lo dijo: el
dios de este lugar. Una frase muy complicada para un alumno de quinto grado
y de una población rural perdida entre los cerros y en mil novecientos
cuarenta. Pero así lo dijo. Daba miedo y Esteban lo sintió. Y no se echó a
llorar allí mismo porque estaba rodeado de niños y niñas y eso no haría más que
aumentar la leyenda de aquel rufián. Sintió deseos de decir algo ingenioso,
pero se mordió la lengua. No era el lugar. Así que esperó.
“Te voy a dar una arrastrada, riquillo, que te va a
doler hasta el fondo del corazón”
Esteban tragó saliva y miró a su hermana que lo
miraba a él con un profundo miedo en el fondo de aquellos ojos grises, tan
hermosos y brillantes.
“¿Cuál es su problema?” preguntó de pronto Azucena.
Rigoberto Morán se volvió a mirar a Azucena y no le
hizo gracia la pregunta porque casi no la comprendía, pero de todas maneras
contestó:
“Mi problema es que los ricos me dan ganas de ir a
ca…”
“¡Hey!”
La voz había venido de la parte trasera de la
escuela, alguien que venía caminando despacio.
Rigoberto se dio la vuelta y miró al dueño del
interruptor de su profundo discurso de matón.
“Antonito –dijo en tono burlón—. No te metas en
esto”
“Es una niña –le dijo el tal Antonito—. Acaso ahora
andas molestando mujeres.”
Cuando un cobarde es descubierto infraganti suele
bloquearse y eso le sucedió a Rigoberto. Miró a Antonio Moncada y se quedó
bloqueado ante aquella provocación. Además, toda la escuela estaba por allí. Y
lo estaban mirando. Perder el respeto ante todos no estaba bien. No, para un
matón de su calaña, no.
“Vete a arriar vacas” –le dijo a Antonio con
despreció.
“No, hasta que le pidas perdón a la nueva alumna”
La nueva alumna miraba a aquel aparecido que
parecía muy dispuesto a echarse a los puños por dos extraños y una venita de
inquietud se movió allá en el fondo de su joven corazón.
“Te voy a…” Rigoberto cerró los puños y ya iba a
lanzarse por aquellos impertinentes cuando sonó la voz del maestro.
“A clases todos”
Todos los alumnos se quedaron unos segundos por lo
que seguía. Seguro que seguiría algo interesante.
“A la salida, Tonito, a la salida” amenazó.
“A la salida será” le prometió el otro sin
amilanarse.
El resto de la clase se convirtió en algo tenso y
de vez en cuando, sobre todo cuando el maestro miraba hacia otro lado, los dos
contendientes se miraban. Los demás alumnos miraban a los dos nuevos alumnos y
luego miraban a los contendientes con lo cual la clase se convirtió en una
especie de miradas furtivas aquí y allá como midiendo el termómetro.
A la hora del almuerzo que comenzaba a las doce del
día, los contendientes no se pudieron esperar y de pronto, en la parte de atrás
de la escuela se enfrascaron en una batalla campal que terminó con dos dientes
de Rigoberto y un ojo negro de Antonio. Al final ninguno de los dos ganó, así
que volvieron a prometerse la batalla para el final de clases.
Los dos nuevos alumnos, aunque la pelea era por
ellos se mantuvieron al margen y miraron todo el molote a través de la ventana.
“Mira lo que hemos causado” le recriminó Esteban
mientras comían del fondo de sus recipientes.
Azucena seguía cada uno de los movimientos de
Antonio y cuando éste vino al aula ella salió a recibirlo con su bandeja de
comida.
“¿Quieres?” le dijo.
Él, con el ojo rojo por algún puñetazo desprevenido
de su contrincante la miró, le sonrió y le dijo:
“Claro que sí”
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