Petrona Maradiaga, entre sus menjunjes siempre andaba hierbas aromáticas y
gracias al apasote logró que Azucena volviera en sí. Esto ocurría a las diez y
media de la mañana.
La muchacha al volver a la conciencia lo primero
que hizo fue escuchar la historia completa, desfigurada o no contenía dos
verdades: una muerte y un asesino. Y ambos le eran propios a los sentimientos.
La mujer la había llevado hasta el interior de la
casa y allí le hizo un té de valeriana para los nervios. Mientras se lo bebía,
Azucena trataba de coordinar sus ideas. El simple recuerdo de Antonio la hacía
llorar como una niña pequeña y de inmediato saltaba la imaginación a su padre.
Sólo de pensar que aquello había sucedido se le antojaba un mal sueño. Un mal
sueño que no era posible.
Trataba de imaginarse a su padre disparando contra
Antonio y le resultaba un completo disparate. Su padre tenía una pistola,
herencia maldita del abuelo, pero jamás la había usado. Ni siquiera sabía
disparar. Estaba segura. Quizás amenazara a la gente con plomazos y todo eso,
pero qué hombre sabiendo de la existencia de un arma en su poder no lo hacía.
No, su padre no podía haber hecho eso. Además, como le había dicho Antonio,
habían logrado un acercamiento. Él se lo había contado cinco días después de
que la llevara a vivir allí.
“Me encontré con tu papá— le había dicho— y me
preguntó por ti. Le dije que estabas bien –ella había estado pendiente de cada
una de sus palabras porque, aunque no lo dijera también echaba mucho de menos a
su padre—. Entonces me pidió te dijera que quería hablar contigo acerca de los
cuadros y todo eso. Pero además me pareció ver en él el ánimo de que volvieras.
También me dijo que quería hablar conmigo un día de estos para ponernos de
acuerdo. No me dijo para qué, pero me imagino que es que quiere hacer las
paces”
Eso también le había parecido a ella.
Pero ahora, todo estaba torcido. Antonio, no lo
podía creer, muerto. Muerto después de tantos años de espera por la felicidad.
De pronto se sentía estúpida al haberse ido tanto tiempo, estar alejada tanto
de él. Una carrera universitaria por el amor no valía la pena.
—¿Cómo se siente, niña? –le preguntó Petrona.
—Un poco mejor… pero no lo puedo creer.
—Ahorita ya son casi las doce de la mañana es
probable que ya lo tengan en el pueblo. Allá se iban a llevar el cuerpo y a su
padre. Dijo Ángel, el jefe del patronato, que había enviado a un auxiliar con
la noticia a la posta del Durazno y de allí seguramente rápido comunican con la
capital. Por la tarde estará la policía aquí.
—Necesito llegar al pueblo.
—¿Pero así, niña?
—Estoy bien –dijo poniéndose de pie.
Y la verdad, distaba mucho de estar bien, tenía la
obligación de estar allá. Con mucho cuidado y ayudada por la mujer se puso un
vestido más fuerte, botas y buscó un sombrero.
—En la parte de atrás está mi caballo –le dijo—¿Crees
que lo puedes preparar?
—Claro que sí, niña.
Y mientras la mujer se iba hacia atrás de la casa,
por el caballo ella buscó apresuradamente algo en su libro de brujería. Lo
encontró casi de inmediato y después de hacer una breve oración, con el corazón
en el puño, se acercó al fogón, donde aún había algunas brasas encendidas, pero
abundante ceniza gris. Tomó un puñado, cerró los ojos, oró y luego dejó caer la
ceniza en el suelo. El viento sopló y llevó las cenizas hacia el rincón más
alejado.
—No, no fue él –dijo algo alegre, pero al mismo
tiempo con ganas de echar a correr como loca por todos aquellos cerros.
Se limpió las manos con un paño y guardó el libro
en el estante construido por él y volvió a sentir aquella punzada tan dolorosa.
“Tengo que organizar mis ideas” dijo mentalmente.
—¡Mi hermano! –Dijo en voz alta— Alguien tiene que
avisarle. ¿O ya se habrá dado cuenta?
Lo más seguro era eso último. Si la noticia había
llegado a Tegucigalpa, las noticias ya se debían de estar transmitiendo.
Malditas comunicaciones entre los pueblos en ese país. En Europa, mediante los
cables del telégrafo y los teléfonos dicha noticia ya sería de bien público.
Terminó de ponerse un sombrero de ala ancha y salió
al exterior justo en el momento en el qué Petrona aparecía con su hermosa yegua
blanca. Regalo de los padres de Antonio. ¿Cómo lo estarían tomando ellos?
—Gracias –le dijo a la mujer que con la frente
sudorosa la miraba como suplicándole que no se marchara aún.
Antes de subirse al caballo miró hacia el pueblo
del Álamo que parecía tan apacible allá abajo. Después miró el cuadro sin
terminar y se dijo que aquello no importaba. Lo importante era estar junto a su
padre.
—Guarda todo eso, por favor –le dijo a la mujer
señalando todos los objetos destinados a la pintura—. Ve al Álamo y pregunta si
alguien conoce un buen abogado. ¿Crees que podrás?
Siempre le hacía esa misma pregunta como si la
mujer no entendiera muy bien las cosas. Pero en vez de enojarse, Petrona solía
tomar aquella pregunta como un reto. Casi siempre le decía que sí, que sí
podía. Que la viera hacerlo.
—Iré a las oficinas de la mina. Talvez allí alguien
me puede decir algo.
—Sí, es probable. Si encuentras a alguien dile que
vaya al Ocotal para defender a mi padre…
—¿Pero, niña? El mató a Antonito… —dijo como
justificando que lo que le fuera a pasar era culpa de él.
—Mi padre no fue –dijo con la voz muy alta, con
seguridad.
—Pero, niña…
—Has, por favor lo que te digo.
—Sí, niña Azucena. Sólo guardo todo esto y bajo al
pueblo.
—Gracias, Petrona. Te lo agradezco mucho.
—Cuídese, niña. Vaya con cuidado.
Golpeando con suavidad los ijares de la yegua se
puso en movimiento. No, no salió corriendo a todo galope por el sendero que
bajaba hasta el Álamo. A pesar del dolor y la angustia de su pecho iba pensando
en los sucesos. La Wicca, sus creencias solían decir, que cuando algo sucede es
la voluntad del universo y que las fuerzas humanas apenas si tienen control
sobre ellas. Dejó, entonces, que su alma se tranquilizara. Como le había dicho
a Antonio en octubre del año pasado: el bien y el mal existen dentro de las
energías naturales, pero sólo se desatan cuando quien sabe y puede lo hace.
Descendió hasta donde el cerco de piedra tomaba el
camino hacia el Ocotal y miró hacia la iglesia. Por alguna razón, allí, en ese
pueblo había gente mala. Y lo había comprobado en compañía de Antonio, apenas
un par de días atrás. No quería recordar eso, pero lo hizo.
***
El martes, apenas tres días antes de todo aquello,
había bajado al Álamo junto a Antonio quien insistió en que visitaran al cura
del lugar. Ella se había resistido un poco, pero al final, como siempre
sucedía, había cedido. Ella ya no creía en aquel montón de ritos vacíos y mucho
menos en la gente que supuestamente tenía que llevarlos a cabo.
Eran las dos de la tarde, después de la pintura y
del almuerzo, entonces, que habían bajado al Álamo. Recordaba, al mirar aquel
muro, cómo él, la había ayudado a pasar al otro lado y como se habían reído por
el miedo de ella de caer sobre aquella roca suelta.
Entraron al pueblo y a ella le pareció a primera
vista un pueblo muy próspero. Con casitas de paredes blancas metidas detrás de
aquellos muros de piedra blanca que separaban una casa de otra. Había como
avenidas que entraban y salían de la calle principal y se perdían entre más y
más casas diseminadas aquí y allá. De todas las casas con tejas rojas salía
humo hacia el atardecer y a lo lejos, se escuchaba el ruido de algún motor que
le recordó el generador de energía de sus quince años.
Calculando, así a ojo de pájaro, ella determinó que
el pueblo andaba alrededor de los mil habitantes, o más. Pero eso sí, muchos
más que los de El Ocotal. Al ser un pueblo minero, era un sitio apetecido por
las personas de afuera que venían se establecían y se quedaban a vivir. Así
había crecido durante los últimos treinta años el pueblo: como un pueblo
próspero.
Entre las casas se elevaban, en cada patio, ese
árbol que le daba el nombre al pueblo: álamos. Era álamos de hoja ancha y ramas
dobladas hacia arriba lo que le confería una especie de delgadez y altura más
pronunciada. Además, el tronco de dichos árboles parecía poblado de ojos, pues
las primeras ramas al ir creciendo se iban desprendiendo y dejaban, entonces,
las cicatrices que con el tiempo se ponían negras. En toda la población
abundaba dicha planta.
“Ni siquiera saben lo que tienen— había pensado
Azucena—. Los álamos son los guardianes del inframundo”
Una idea del mundo wicca. Los robles y los pinos
son como las manos del viento y ayudan al espíritu a suavizarse, a mantenerse
en quietud. Quizás por eso en los pueblos, además de los problemas generados
por el alcohol, la gente es muy pacífica.
Llegaron, pues, después de varios metros sobre la
carretera principal, hasta la iglesia del pueblo. Fueron directamente hasta la
puerta principal.
“Es de diseño colonial” –había dicho ella
acostumbrada a catalogar las edificaciones antiguas en varios estilos y épocas.
Él le había hecho una mueca en señal de que eso a él le iba y le venía y la
había hecho sonreír.
El cura y su sacristán, un niño de unos doce años,
estaban limpiando las largas sillas de madera que ocupaba el salón principal.
Fueron directamente hasta donde él estaba y de inmediato, con esa capacidad que
había desarrollado para captar cosas, Azucena sintió las malas vibras
procedentes del cura. Aquella mirada parecía demasiado sensual y muy
acostumbrada a placeres nada religiosos.
“Buenos días, padre” había saludado Antonio.
El hombre había llevado, de inmediato, como un
imán, su mirada a la de la muchacha y contemplado, como no, sus formas
femeninas. Dicha mirada había sido muy rápida, apenas perceptible, pero la
había habido.
“Buenos días, hijos” saludó el hombre que parecía
sufrir de problemas glandulares. Sudaba mucho y en la zona de los sobacos de su
camisa negra se veía unas enormes manchas, aunque en el lugar soplaba el
fresco.
“Queríamos saber, padre –le dijo Antonio— cuándo
son las charlas matrimoniales”
Antonio insistía en el matrimonio, pero para ella
eso ya estaba dado desde el momento en que se había entregado a él. Pero como
siempre llegaba a un acuerdo, ella había aceptado con la condición de que nadie
le exigiría a nadie ir a misa, o asistir a ritos que no quería asistir. Él
había dudado unos momentos, pero al final aceptó. Y allí estaban, entonces,
averiguando aquello.
El padre, que se llamaba Francisco Moya, y andaría
por los sesenta y nueve años, les pidió que pasaran a la sacristía y los
condujo hasta allá ante la mirada atenta del sacristán que no volvió a lo suyo
hasta que los vio desaparecer detrás del altar.
En la sacristía, una habitación abarrotada de
objetos: figuras de madera, cajas, y demás chunches, el sacerdote comenzó a
hacerles preguntas que a Azucena le parecieron demasiado personales. Preguntas
tales como: ¿Y ya viven juntos? Que la hizo con una segunda intención bien
marcada o la otra ¿Deben confesarse regularmente para tener el alma limpia? Yo
estoy aquí las veinticuatro horas, y si al decir esto último Antonio no había
notado como la había mirado a ella, era que andaba en otro mundo. Antonio le
contestó cada pregunta de la mejor manera, pero ella estuvo inquieta todo el rato
contando los minutos para salir de allí.
Nunca en su vida, hasta ahora, se había sentido tan
objeto como en ese momento. Y lo peor de todo era que dentro de la iglesia.
Cuando al fin terminó la visita, y cuando ya se
estaban poniendo en pie llegó un hombre de aproximadamente unos veinticinco
años, bien vestido, ropa limpia y sombrero blanco. Parecía muy alegre y al ver
a la muchacha no pudo ocultar su admiración por ella. Algo que ocurría casi
siempre y a lo cual ella ya se había acostumbrado. Saludó cortésmente y se
presentó como:
“Buenas tardes, mi nombre es Miguel Ángel Ramírez.
Soy el administrador de la mina. Mucho gusto en conocerlos”
Pero, como le había sucedido con el párroco,
Azucena volvió a sentir aquella rara aversión hacia él.
“Carlos Antonio Moncada –se presentó Antonio dando
la mano— mi prometida”
Azucena no tomó la mano que se le extendía, sino
que inclinó leventemente la cabeza y dijo su nombre.
“Oh, que agradable sorpresa. Usted es la hija de
don Jonathan Landa. Hemos querido hacer negocios con él, pero o ha querido”
–dijo aquel desagradable hombre. En sus ojos y en sus maneras había algo de
sensual extremado.
Azucena iba a preguntarle acerca de la índole de
los negocios, pero no fue necesario porque el mismo hombre le explicó:
“Sospechamos que bajo ese cerro –señaló hacia el
cerro donde ellos vivían –también hay plata que es lo que sacamos de aquí del
Álamo. Le hemos pedido a su padre que nos venda dicho cerro, pero se ha negado
rotundamente. Le hemos prometido varios millones de lempiras y nada, o hacerlo
socio y tampoco. Me imagino que en algún momento se decidirá ¿NO?”
“No, nunca les venderá –pensó Azucena recordando el
carácter obstinado de su padre al respecto de la propiedad”
“Esperamos que con usted si podamos hacer negocios”
había dicho aquel hombre.
“Todo eso es de mi padre –había dicho ella con
mucho orgullo sin mirar directamente a aquel hombre”.
“Sí, pero usted será la heredera cuando el muera
¿No?”
No le respondió porque no tenía la obligación de
hacerlo. Lo que quería era irse de allí de inmediato.
Ella, acostumbrada a seguir a Antonio a dónde la
llevara, en ese momento le hubiera soltada un par de cachetadas por ponerla en
esa situación. Esperó pacientemente a que los hombres siguieran hablando y
luego tomando del brazo a su hombre le indicó que salieran. Él no se hizo de
esperar.
Lo más desagradable de todo era que al final,
cuando ambos salieron por la misma puerta de la sacristía por donde había
entrado el tal Miguel Ángel tanto el cura como el hombre aquel se habían
asomado a observarlos marcharse. Pero ella estaba segura que a quien miraban
era a ella y quizás al movimiento de sus caderas. No volvió la vista, pero
cuando estuvieron algo lejos apoyó su cabeza en el hombro de Antonio y le dijo,
no le exigió:
“Vámonos de aquí”
Él no se hizo repetir la orden.
Recordaba que alguien había pasado a su lado,
alguien conocido, que las saludó con unas buenas tardes señorita, pero ella no
le respondió. Más adelante ella recordaría todo aquello y se diría porque
cuando las fuerzas se conjugan ya no hay nada capaz de detenerlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario