miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 8

Petrona Maradiaga, entre sus menjunjes siempre andaba hierbas aromáticas y gracias al apasote logró que Azucena volviera en sí. Esto ocurría a las diez y media de la mañana.
La muchacha al volver a la conciencia lo primero que hizo fue escuchar la historia completa, desfigurada o no contenía dos verdades: una muerte y un asesino. Y ambos le eran propios a los sentimientos.
La mujer la había llevado hasta el interior de la casa y allí le hizo un té de valeriana para los nervios. Mientras se lo bebía, Azucena trataba de coordinar sus ideas. El simple recuerdo de Antonio la hacía llorar como una niña pequeña y de inmediato saltaba la imaginación a su padre. Sólo de pensar que aquello había sucedido se le antojaba un mal sueño. Un mal sueño que no era posible.
Trataba de imaginarse a su padre disparando contra Antonio y le resultaba un completo disparate. Su padre tenía una pistola, herencia maldita del abuelo, pero jamás la había usado. Ni siquiera sabía disparar. Estaba segura. Quizás amenazara a la gente con plomazos y todo eso, pero qué hombre sabiendo de la existencia de un arma en su poder no lo hacía. No, su padre no podía haber hecho eso. Además, como le había dicho Antonio, habían logrado un acercamiento. Él se lo había contado cinco días después de que la llevara a vivir allí.
“Me encontré con tu papá— le había dicho— y me preguntó por ti. Le dije que estabas bien –ella había estado pendiente de cada una de sus palabras porque, aunque no lo dijera también echaba mucho de menos a su padre—. Entonces me pidió te dijera que quería hablar contigo acerca de los cuadros y todo eso. Pero además me pareció ver en él el ánimo de que volvieras. También me dijo que quería hablar conmigo un día de estos para ponernos de acuerdo. No me dijo para qué, pero me imagino que es que quiere hacer las paces”
Eso también le había parecido a ella.
Pero ahora, todo estaba torcido. Antonio, no lo podía creer, muerto. Muerto después de tantos años de espera por la felicidad. De pronto se sentía estúpida al haberse ido tanto tiempo, estar alejada tanto de él. Una carrera universitaria por el amor no valía la pena.
—¿Cómo se siente, niña? –le preguntó Petrona.
—Un poco mejor… pero no lo puedo creer.
—Ahorita ya son casi las doce de la mañana es probable que ya lo tengan en el pueblo. Allá se iban a llevar el cuerpo y a su padre. Dijo Ángel, el jefe del patronato, que había enviado a un auxiliar con la noticia a la posta del Durazno y de allí seguramente rápido comunican con la capital. Por la tarde estará la policía aquí.
—Necesito llegar al pueblo.
—¿Pero así, niña?
—Estoy bien –dijo poniéndose de pie.
Y la verdad, distaba mucho de estar bien, tenía la obligación de estar allá. Con mucho cuidado y ayudada por la mujer se puso un vestido más fuerte, botas y buscó un sombrero.
—En la parte de atrás está mi caballo –le dijo—¿Crees que lo puedes preparar?
—Claro que sí, niña.
Y mientras la mujer se iba hacia atrás de la casa, por el caballo ella buscó apresuradamente algo en su libro de brujería. Lo encontró casi de inmediato y después de hacer una breve oración, con el corazón en el puño, se acercó al fogón, donde aún había algunas brasas encendidas, pero abundante ceniza gris. Tomó un puñado, cerró los ojos, oró y luego dejó caer la ceniza en el suelo. El viento sopló y llevó las cenizas hacia el rincón más alejado.
—No, no fue él –dijo algo alegre, pero al mismo tiempo con ganas de echar a correr como loca por todos aquellos cerros.
Se limpió las manos con un paño y guardó el libro en el estante construido por él y volvió a sentir aquella punzada tan dolorosa.
“Tengo que organizar mis ideas” dijo mentalmente.
—¡Mi hermano! –Dijo en voz alta— Alguien tiene que avisarle. ¿O ya se habrá dado cuenta?
Lo más seguro era eso último. Si la noticia había llegado a Tegucigalpa, las noticias ya se debían de estar transmitiendo. Malditas comunicaciones entre los pueblos en ese país. En Europa, mediante los cables del telégrafo y los teléfonos dicha noticia ya sería de bien público.
Terminó de ponerse un sombrero de ala ancha y salió al exterior justo en el momento en el qué Petrona aparecía con su hermosa yegua blanca. Regalo de los padres de Antonio. ¿Cómo lo estarían tomando ellos?
—Gracias –le dijo a la mujer que con la frente sudorosa la miraba como suplicándole que no se marchara aún.
Antes de subirse al caballo miró hacia el pueblo del Álamo que parecía tan apacible allá abajo. Después miró el cuadro sin terminar y se dijo que aquello no importaba. Lo importante era estar junto a su padre.
—Guarda todo eso, por favor –le dijo a la mujer señalando todos los objetos destinados a la pintura—. Ve al Álamo y pregunta si alguien conoce un buen abogado. ¿Crees que podrás?
Siempre le hacía esa misma pregunta como si la mujer no entendiera muy bien las cosas. Pero en vez de enojarse, Petrona solía tomar aquella pregunta como un reto. Casi siempre le decía que sí, que sí podía. Que la viera hacerlo.
—Iré a las oficinas de la mina. Talvez allí alguien me puede decir algo.
—Sí, es probable. Si encuentras a alguien dile que vaya al Ocotal para defender a mi padre…
—¿Pero, niña? El mató a Antonito… —dijo como justificando que lo que le fuera a pasar era culpa de él.
—Mi padre no fue –dijo con la voz muy alta, con seguridad.
—Pero, niña…
—Has, por favor lo que te digo.
—Sí, niña Azucena. Sólo guardo todo esto y bajo al pueblo.
—Gracias, Petrona. Te lo agradezco mucho.
—Cuídese, niña. Vaya con cuidado.
Golpeando con suavidad los ijares de la yegua se puso en movimiento. No, no salió corriendo a todo galope por el sendero que bajaba hasta el Álamo. A pesar del dolor y la angustia de su pecho iba pensando en los sucesos. La Wicca, sus creencias solían decir, que cuando algo sucede es la voluntad del universo y que las fuerzas humanas apenas si tienen control sobre ellas. Dejó, entonces, que su alma se tranquilizara. Como le había dicho a Antonio en octubre del año pasado: el bien y el mal existen dentro de las energías naturales, pero sólo se desatan cuando quien sabe y puede lo hace.
Descendió hasta donde el cerco de piedra tomaba el camino hacia el Ocotal y miró hacia la iglesia. Por alguna razón, allí, en ese pueblo había gente mala. Y lo había comprobado en compañía de Antonio, apenas un par de días atrás. No quería recordar eso, pero lo hizo.

***

El martes, apenas tres días antes de todo aquello, había bajado al Álamo junto a Antonio quien insistió en que visitaran al cura del lugar. Ella se había resistido un poco, pero al final, como siempre sucedía, había cedido. Ella ya no creía en aquel montón de ritos vacíos y mucho menos en la gente que supuestamente tenía que llevarlos a cabo.
Eran las dos de la tarde, después de la pintura y del almuerzo, entonces, que habían bajado al Álamo. Recordaba, al mirar aquel muro, cómo él, la había ayudado a pasar al otro lado y como se habían reído por el miedo de ella de caer sobre aquella roca suelta.
Entraron al pueblo y a ella le pareció a primera vista un pueblo muy próspero. Con casitas de paredes blancas metidas detrás de aquellos muros de piedra blanca que separaban una casa de otra. Había como avenidas que entraban y salían de la calle principal y se perdían entre más y más casas diseminadas aquí y allá. De todas las casas con tejas rojas salía humo hacia el atardecer y a lo lejos, se escuchaba el ruido de algún motor que le recordó el generador de energía de sus quince años.
Calculando, así a ojo de pájaro, ella determinó que el pueblo andaba alrededor de los mil habitantes, o más. Pero eso sí, muchos más que los de El Ocotal. Al ser un pueblo minero, era un sitio apetecido por las personas de afuera que venían se establecían y se quedaban a vivir. Así había crecido durante los últimos treinta años el pueblo: como un pueblo próspero.
Entre las casas se elevaban, en cada patio, ese árbol que le daba el nombre al pueblo: álamos. Era álamos de hoja ancha y ramas dobladas hacia arriba lo que le confería una especie de delgadez y altura más pronunciada. Además, el tronco de dichos árboles parecía poblado de ojos, pues las primeras ramas al ir creciendo se iban desprendiendo y dejaban, entonces, las cicatrices que con el tiempo se ponían negras. En toda la población abundaba dicha planta.
“Ni siquiera saben lo que tienen— había pensado Azucena—. Los álamos son los guardianes del inframundo”
Una idea del mundo wicca. Los robles y los pinos son como las manos del viento y ayudan al espíritu a suavizarse, a mantenerse en quietud. Quizás por eso en los pueblos, además de los problemas generados por el alcohol, la gente es muy pacífica.
Llegaron, pues, después de varios metros sobre la carretera principal, hasta la iglesia del pueblo. Fueron directamente hasta la puerta principal.
“Es de diseño colonial” –había dicho ella acostumbrada a catalogar las edificaciones antiguas en varios estilos y épocas. Él le había hecho una mueca en señal de que eso a él le iba y le venía y la había hecho sonreír.
El cura y su sacristán, un niño de unos doce años, estaban limpiando las largas sillas de madera que ocupaba el salón principal. Fueron directamente hasta donde él estaba y de inmediato, con esa capacidad que había desarrollado para captar cosas, Azucena sintió las malas vibras procedentes del cura. Aquella mirada parecía demasiado sensual y muy acostumbrada a placeres nada religiosos.
“Buenos días, padre” había saludado Antonio.
El hombre había llevado, de inmediato, como un imán, su mirada a la de la muchacha y contemplado, como no, sus formas femeninas. Dicha mirada había sido muy rápida, apenas perceptible, pero la había habido.
“Buenos días, hijos” saludó el hombre que parecía sufrir de problemas glandulares. Sudaba mucho y en la zona de los sobacos de su camisa negra se veía unas enormes manchas, aunque en el lugar soplaba el fresco.
“Queríamos saber, padre –le dijo Antonio— cuándo son las charlas matrimoniales”
Antonio insistía en el matrimonio, pero para ella eso ya estaba dado desde el momento en que se había entregado a él. Pero como siempre llegaba a un acuerdo, ella había aceptado con la condición de que nadie le exigiría a nadie ir a misa, o asistir a ritos que no quería asistir. Él había dudado unos momentos, pero al final aceptó. Y allí estaban, entonces, averiguando aquello.
El padre, que se llamaba Francisco Moya, y andaría por los sesenta y nueve años, les pidió que pasaran a la sacristía y los condujo hasta allá ante la mirada atenta del sacristán que no volvió a lo suyo hasta que los vio desaparecer detrás del altar.
En la sacristía, una habitación abarrotada de objetos: figuras de madera, cajas, y demás chunches, el sacerdote comenzó a hacerles preguntas que a Azucena le parecieron demasiado personales. Preguntas tales como: ¿Y ya viven juntos? Que la hizo con una segunda intención bien marcada o la otra ¿Deben confesarse regularmente para tener el alma limpia? Yo estoy aquí las veinticuatro horas, y si al decir esto último Antonio no había notado como la había mirado a ella, era que andaba en otro mundo. Antonio le contestó cada pregunta de la mejor manera, pero ella estuvo inquieta todo el rato contando los minutos para salir de allí.
Nunca en su vida, hasta ahora, se había sentido tan objeto como en ese momento. Y lo peor de todo era que dentro de la iglesia.
Cuando al fin terminó la visita, y cuando ya se estaban poniendo en pie llegó un hombre de aproximadamente unos veinticinco años, bien vestido, ropa limpia y sombrero blanco. Parecía muy alegre y al ver a la muchacha no pudo ocultar su admiración por ella. Algo que ocurría casi siempre y a lo cual ella ya se había acostumbrado. Saludó cortésmente y se presentó como:
“Buenas tardes, mi nombre es Miguel Ángel Ramírez. Soy el administrador de la mina. Mucho gusto en conocerlos”
Pero, como le había sucedido con el párroco, Azucena volvió a sentir aquella rara aversión hacia él.
“Carlos Antonio Moncada –se presentó Antonio dando la mano— mi prometida”
Azucena no tomó la mano que se le extendía, sino que inclinó leventemente la cabeza y dijo su nombre.
“Oh, que agradable sorpresa. Usted es la hija de don Jonathan Landa. Hemos querido hacer negocios con él, pero o ha querido” –dijo aquel desagradable hombre. En sus ojos y en sus maneras había algo de sensual extremado.
Azucena iba a preguntarle acerca de la índole de los negocios, pero no fue necesario porque el mismo hombre le explicó:
“Sospechamos que bajo ese cerro –señaló hacia el cerro donde ellos vivían –también hay plata que es lo que sacamos de aquí del Álamo. Le hemos pedido a su padre que nos venda dicho cerro, pero se ha negado rotundamente. Le hemos prometido varios millones de lempiras y nada, o hacerlo socio y tampoco. Me imagino que en algún momento se decidirá ¿NO?”
“No, nunca les venderá –pensó Azucena recordando el carácter obstinado de su padre al respecto de la propiedad”
“Esperamos que con usted si podamos hacer negocios” había dicho aquel hombre.
“Todo eso es de mi padre –había dicho ella con mucho orgullo sin mirar directamente a aquel hombre”.
“Sí, pero usted será la heredera cuando el muera ¿No?”
No le respondió porque no tenía la obligación de hacerlo. Lo que quería era irse de allí de inmediato.
Ella, acostumbrada a seguir a Antonio a dónde la llevara, en ese momento le hubiera soltada un par de cachetadas por ponerla en esa situación. Esperó pacientemente a que los hombres siguieran hablando y luego tomando del brazo a su hombre le indicó que salieran. Él no se hizo de esperar.
Lo más desagradable de todo era que al final, cuando ambos salieron por la misma puerta de la sacristía por donde había entrado el tal Miguel Ángel tanto el cura como el hombre aquel se habían asomado a observarlos marcharse. Pero ella estaba segura que a quien miraban era a ella y quizás al movimiento de sus caderas. No volvió la vista, pero cuando estuvieron algo lejos apoyó su cabeza en el hombro de Antonio y le dijo, no le exigió:
“Vámonos de aquí”
Él no se hizo repetir la orden.
Recordaba que alguien había pasado a su lado, alguien conocido, que las saludó con unas buenas tardes señorita, pero ella no le respondió. Más adelante ella recordaría todo aquello y se diría porque cuando las fuerzas se conjugan ya no hay nada capaz de detenerlas.

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