A partir de ese día, Carlos Antonio Moncada y María
Azucena Landa, se volvieron inseparables. Y aunque ella estaba en quinto grado
y él en sexto comenzaron a sentarse juntos. Algo especial nació entre ellos. Y
todos lo sabían, hasta Esteban José que miraba aquello no con muy buenos ojos,
pero ella había sido muy persuasiva enseñándole el puño al momento de decirle:
“Nada de nada a mi papá”
Esta advertencia se la hacía a su hermano porque
conocía a su padre y si se enteraba que su hijita del alma había hecho un nuevo
amigo, y que, además, aquella amistad estaba acompañada de miradas de ternura y
de admiración, seguramente la retiraba de inmediato de la escuela.
Después de aquella pelea que en el fondo todos
sabían que había ganado Antonio, Rigo no volvió a molestar y la pareja de
hermanos poco a poco fue aceptada en el grupo. Y eso vino a beneficiar a toda
la escuela porque el padre, cada vez que había un evento llegaba con miles de
regalos para los compañeritos de su hija. Al final Azucena logró lo que quería,
como siempre lo hacía. Se convirtió en la alumna preferida de todos y nunca, en
ningún recreo, volvió a estar sola. Se hizo de amigas y por supuesto de un
amigo muy importante.
Carlos Antonio, aquel año estaba en su último grado
escolar y cada momento que podía, que era durante todos los días de lunes a
sábado, los pasaba junto a la que ya había comenzado a amar. Ella le
correspondía, pero no habían pasado de darse la mano, mirarse a los ojos y
suspirar como tontos cuando estaban lejos el uno del otro.
Al salir del sexto grado, Carlos, casi no pasaba ya
junto a ella, pero inventaba cualquier excusa para esperarla en las horas de
almuerzo y platicar con ella durante toda aquella hora. Y a veces, a la hora de
la salida, también la esperaba y la acompañaba hasta muy cerca de su casa.
Pero el tiempo suele pasar muy rápido y de pronto
una semana ya son meses y los meses años. Los años fueron pasando para los
muchachos y durante ese tiempo las cosas fueron cambiando.
La educación que Azucena y su hermano podían
recibir en el pueblo era limitada, y cuando ambos tuvieron la edad suficiente
para pasar a grados superiores tuvieron que movilizarse hacia la capital.
Aquello se convirtió para los dos jóvenes en una completa tortura, porque,
aunque nunca se habían declarado novios, ni siquiera habían hablado de amor,
eso importaba: lo sentían. El día que ella le comunicó a él, dos años después
de aquel encuentro en la escuela, que se iba a para Tegucigalpa, la angustia y
el dolor no podían con su pecho.
“Vendré todos los fines de semana” le prometió ella
con la voz también quebrada y a punto de llorar.
Él no dijo nada, sólo le tomó las manos y se las
besó mirándola con cariño y añoranza en los ojos.
“Escribiré” le prometió también ella.
Y así fue. Aunque nunca falló los fines de semana
en el Ocotal, también le escribía largas cartas en las cuales le contaba todo
lo que sucedía en el colegio de monjas en el cual estaría interna durante cinco
largos años. Aquellas cartas, para Antonio, resultaban bálsamo para su amor.
Las fue guardando en un baúl especial por meses y por fechas específicas hasta
formar con ellas un enorme y perfumado bulto.
Muchos de los temores de los enamorados, él los
padeció durante todos aquellos años, pero aún faltaban más. Un fin de año, por
fin, cuando Azucena cumplió quince años y él diecisiete, hubo una gran fiesta
en la casa de la familia Landa y ella invitó a todos sus antiguos compañeros de
escuela a la fiesta, incluido él, por supuesto.
La fiesta ocurrió un fin de año, en diciembre, y le
deparaba a Carlos Antonio dos sorpresas. La casa completa fue decorada con
motivos de los quince años, se rentó un conjunto de música clásica del
conservatorio nacional de música que por entonces estaba en pininos,
se instalaron focos en cables que iban del portón principal hasta los patios y
como no había electricidad se rentó un enorme motor sobre un camión enorme.
Aquel aparato producía electricidad, pero también un ruido infernal, por lo
cual se ubicó muy alejado de la casa y de los presentes. Todo comenzaba a las
siete de la noche, pero como ocurre en los pueblos, y más en aquella época, por
la novedad de la luz y del conjunto de música clásica, la gente comenzó a
llegar muy temprano.
A alguien se le ocurrió regar hojas de pino recién
arrancadas sobre el piso que era de tierra y el olor a este árbol se esparcía
de manera olorosa por todos los rincones creando una atmósfera casi pastoril.
Sobre las ventanas de la casa se colocaron lámparas de gas que todo lo fueron
llenando de sombras y de luz.
Así pues, a las seis de la tarde, casi todos los
invitados estaban allí. Pero, Carlos Antonio, a quien Azucena esperaba con
muchas ansias no. Desde la ventana de su habitación que era una de las que
daban al frente de la casa, miraba y esperaba. Pero nada. Esperaba que no le
hubiera sucedido algo.
Cuando el grupo musical, porque no se le podría
llamar banda a un violín, a una pianola y a un saxofón, comenzó a tocar. Eran
las siete de la noche y el generador eléctrico subido al camión comenzó a
funcionar iluminando todo con una sorprendente maravilla para todos los
presentes del pueblo. Jamás en su vida, muchos de ellos habían visto tal cosa y
se sorprendieron, temerosos, al ver la luz prisionera en esferas de vidrio.
Desde su ventana, Azucena, observaba esto, pero a
ella lo que le interesaba era Antonio. Y él aún no llegaba.
A las nueve de la noche, el padre vino por la hija
para presentarla ante la gente y la gente que la vio salir por la puerta
principal vestida con aquel enorme y precioso vestido de quinceañera tuvo
muchos años para comentar el evento. La niña María Azucena, estaba preciosa. Un
ángel: dijeron muchos.
Azucena bailó un lento vals con su padre ante la
mirada de un asombrado pueblo y para muchos aquel baile fue el súmmum de la
belleza y la elegancia. El grupo de música se esmeró al máximo para que la
pieza saliera a la perfección y al final todos aplaudieron. Se pasó al brindis,
a la comida y a los buenos deseos y cuando a María Azucena sentía que el
corazón se le detenía porque el muchacho aún no había llegado, lo vio aparecer,
allá en la entrada montado en un caballo, vestido no con elegancia sino con una
muda de trabajo diario. Eso a ella no le importaba, sino su presencia. Quería
salir corriendo a abrazarlo, pero no podía, su padre estaba a su lado. Y aún
aquello, aunque andaba en boca de todos, no era de conocimiento del pueblo.
La fiesta se prolongó hasta las once de la noche
que era lo adecuado en aquellas épocas y debido a la situación. Y no fue hasta
entonces cuando los dos muchachos se encontraron casi a solas en una esquina de
la casa, muy cerca del generador eléctrico que seguía ronroneando suavemente.
“Hola” saludó él con voz trémula.
“Hola” saludó ella con más o menos el mismo tono de
la voz.
“Estás bellísima”
“Gracias”
Y esas palabras eran las que ambos estaban
esperando.
“¿Qué tal todo por la capital?” preguntó él.
“Bien”
Y así estuvieron diciéndose frases cortas y
entrecortadas que lo que buscaban era alargar un poco la nerviosa situación.
Sin saber cómo, pero si porque, se habían ido
acercando más y más hasta que él le rodeó la cintura con sus dos fuertes brazos
y ella, despacio y sin apartar su mirada le echó los brazos al cuello.
Aquel fue su primer beso. Una caricia tierna y
suave que los hizo desfallecer hasta el desmayo. Aquella caricia duró muy poco
porque los encargados del camión aparecieron por allí, y como dos almas
furtivas, se separaron. Comenzaron a caminar muy juntos hacia el bosquecillo
del fondo y donde más tarde se construiría una elegante piscina se detuvieron
con las manos juntas, el uno frente al otro.
No fue necesario decirse te amo, porque eso ya lo sabían desde siempre, pero confirmarlo era
un placer indescriptible. Sus almas parecían querer fundirse en una sola.
Esa fue la primera noticia: la cercanía. Pero la
segunda fue la más terrible de todas.
“Dentro de una semana me voy para Italia”
“¿Cómo?”
“Debo entrar a la universidad y…”
Se había detenido en sus explicaciones porque a los
ojos de él habían brotado las lágrimas.
Tuvieron una semana para comprender aquella
situación y ella se esmeró en convencerlo de que sólo serían, por lo menos,
cuatro años y que luego volvería para no volver a marcharse jamás.
Al final, como sucede siempre, y porque la
naturaleza del ser humano siempre es ir hacia adelante, llegó el día de la
despedida y en un encuentro en el cual, ambos desearon después haber dicho
cosas distintas, se despidieron. Corría el año mil novecientos cuarenta y cinco
y el viaje hacia El Golfo de Fonseca, donde la muchacha tomaría el transporte
marítimo, llevaría un par de días y salía de madrugada para allá. Su hermano
quien hacía dos años se había marchado por el mismo rumbo la estaría esperando
en el barco. Sería un viaje muy largo.
“Te escribiré –le prometió ella—. Todos los días si
es necesario”
Pero él, con el corazón destrozado, no quería
escuchar razones de ningún tipo y se negó a entender las que ella le daba.
“Te prometo que cuando regrese todo será diferente.
Ya no volveremos a separarnos”
“Yo te amo ahora y no sé qué voy a hacer sin ti… me
voy a morir.”
“De eso nadie se muere, tonto –le dijo ella también
a punto de llorar.”
“Yo sí… yo me moriré”
“Piensa que sólo salgo a hacer un mandado y que
pronto regresaré –trató de sonreír, pero sólo una mueca le salió y un par de
lágrimas al fin cayeron por sus mejillas—. Es por nuestro bien”
“¿Por qué por nuestro bien? Aquí tenemos todo lo
que necesitamos: yo le voy a pedir a mi padre la tierra que me pertenece y…”
“No, eso no basta… cuando estemos mayores y
pensemos en este momento nos reiremos… ya verás. Y cuando nuestros hijos…”
“¿Nuestros hijos? –eso lo había conmovido a él y
abrazándola con ternura y algo de posesividad le dio un enorme beso en la
frente— ¿Es eso posible?”
“Claro que sí, tonto”
Y al final se habían despedido. Una despedida que
durante muchos días pesó en el corazón de ambos. Uno miraba el cielo mientras
trabajaba la tierra, mientras la otra miraba el mar y las nubes y suspiraba con
gana de estar junto al otro. Viajar en avión, por entonces, asustaba a
demasiada gente y a ella más que a nadie.
Por la mente de Antonio, a pesar de las palabras de
ella, durante todo aquel tiempo, a pesar de que las cartas comenzaron a llegar
a finales de aquel año, se imaginaba mil cosas al respecto de su amada. No
podía evitarlo. Se imaginaba, por ejemplo, que en Italia conocía a otro y que
se enamoraba de él. Aquello era una tortura.
“Todo es nuevo aquí –le escribió ella en una de las
primeras cartas que tenía más de diez páginas y había sido escrita apenas al
llegar a Italia, dos meses después. Un viaje muy largo en aquellas épocas—. La
gente anda de un lado para otro después de la gran guerra y parecen buscarle
sentido a la vida. Para mí tú eres mi sentido. Voy a entrar a un internado de
monjas, como siempre y me prepararán para la universidad durante un año y
medio. Aún no decido que voy a estudiar, pero creo que ya sé de qué se trata.
Te lo iré contando paso a paso. Espero que tu corazón, como el mío, logre
sosegarse y esperar el futuro con mucha paciencia…”
Y así, interminables cartas que a él le parecían
tan cortas. A pesar del viaje, dichas misivas, traían el olor a su perfume
impregnado y eso lo hacía ponerse más triste todavía, pero lo llenaba de
esperanzas también.
En una de aquellas cartas, la muchacha había dejado
deslizar una frase que lo inquietaba, porque sabía que era necesario hacerlo:
“Trata de ganarte a mi papá”
Don Jonathan, mientras sus hijos estuvieron fuera,
se mantuvo alejado de las relaciones con el pueblo y se dedicaba a los suyo que
era vivir la vida. Y en ese vivir la vida, pues al tener tanto dinero invertido
en empresas de la capital y tanto espacio para gastar, tomó la costumbre de
emborracharse durante días enteros.
“El patrón se va a ahogar un día de estos –dijo en
una ocasión Petrona Maradiaga, que por aquella época servía en aquella casa
como cocinera y lavandera, tenía entonces veintiocho años.”
Y es que don Jonathan, había semanas que las pasaba
sumergido en el alcohol. Y era muy difícil llegar a él. Las veces que Antonio
trató de hablar con él, siempre lo despachaban con razones semejantes a: el
patrón está ocupado. Que vuelva otro día. No, no está.
Y así era muy difícil tratar de ganárselo.
***
Pero lo que sucedía con don Jonathan, además de la
enorme soledad que sentía, era sencillo: tenía celos del amor que su hija
sentía por Antonio Moncada. Aunque mucho, los muchachos, habían tratado de
ocultarle dicho amor, la gente hablaba y don Jonathan, siempre aparte,
escuchaba.
Mandarla a estudiar lejos había sido una estrategia
de él para alejarla del muchacho, pero al mismo tiempo la había alejado de él.
Era algo curioso el corazón de este hombre. Había perdido a su mujer durante el
nacimiento de María Azucena y como era natural, la culpa había recaído sobre la
niña. Los primeros días no la quería ni ver y todo su cuidado se lo dejó a su
hermana Laura, pero con el paso de los días y al reconocer en ella los rasgos
de su difunta esposa, llegó a convertirse en su pequeña niña.
Su amor de padre, era posesivo y sufría verla
crecer y parecerse más y más a su difunta Alejandra Azucena. Y al enterarse,
allá por mil novecientos cuarenta y dos, que un muchacho de los Moncada andaba
detrás de ella con intenciones amorosas sintió que la sangre le hervía en las
venas. Tuvo que dominarse y morderse la lengua muchas veces para no decirle a
su hija que se alejara de él. Conocía a su pequeña y si él le reclamaba algo
así, seguramente lo odiaría toda la vida. Y eso no se lo podía permitir.
Así que cuando la envió a la capital a estudiar a
finales de ese mismo año y la separó, supuestamente, del Moncada, pensaba que
se olvidarían mutuamente. No fue así, se enteró de las cartas y hasta de quién
las llevaba y traía, pero tampoco hizo nada. El amor de su hija pendía de un
hilo y no podía romperlo de una manera tan estúpida. Así que planeó lo de
Italia con mucho cuidado.
Cuando le planteó a su hija los estudios superiores
en Italia, ésta pareció alarmada, pero gracias a que Esteban, el hermano mayor
ya estaba allá y les escribía con regularidad insistiendo en la categoría del
estudio. Así que eso ayudó un poco a convencerla.
Cuando la vio partir, el también sentía que se le
partía el corazón y se preguntó si su miedo no sería la causa del futuro
sufrimiento. Por ese motivo, meses más tarde, ante la soledad y la ausencia de
su hija, comenzó a beber demasiado.
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