miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 6

A partir de ese día, Carlos Antonio Moncada y María Azucena Landa, se volvieron inseparables. Y aunque ella estaba en quinto grado y él en sexto comenzaron a sentarse juntos. Algo especial nació entre ellos. Y todos lo sabían, hasta Esteban José que miraba aquello no con muy buenos ojos, pero ella había sido muy persuasiva enseñándole el puño al momento de decirle:
“Nada de nada a mi papá”
Esta advertencia se la hacía a su hermano porque conocía a su padre y si se enteraba que su hijita del alma había hecho un nuevo amigo, y que, además, aquella amistad estaba acompañada de miradas de ternura y de admiración, seguramente la retiraba de inmediato de la escuela.
Después de aquella pelea que en el fondo todos sabían que había ganado Antonio, Rigo no volvió a molestar y la pareja de hermanos poco a poco fue aceptada en el grupo. Y eso vino a beneficiar a toda la escuela porque el padre, cada vez que había un evento llegaba con miles de regalos para los compañeritos de su hija. Al final Azucena logró lo que quería, como siempre lo hacía. Se convirtió en la alumna preferida de todos y nunca, en ningún recreo, volvió a estar sola. Se hizo de amigas y por supuesto de un amigo muy importante.
Carlos Antonio, aquel año estaba en su último grado escolar y cada momento que podía, que era durante todos los días de lunes a sábado, los pasaba junto a la que ya había comenzado a amar. Ella le correspondía, pero no habían pasado de darse la mano, mirarse a los ojos y suspirar como tontos cuando estaban lejos el uno del otro.
Al salir del sexto grado, Carlos, casi no pasaba ya junto a ella, pero inventaba cualquier excusa para esperarla en las horas de almuerzo y platicar con ella durante toda aquella hora. Y a veces, a la hora de la salida, también la esperaba y la acompañaba hasta muy cerca de su casa.
Pero el tiempo suele pasar muy rápido y de pronto una semana ya son meses y los meses años. Los años fueron pasando para los muchachos y durante ese tiempo las cosas fueron cambiando.
La educación que Azucena y su hermano podían recibir en el pueblo era limitada, y cuando ambos tuvieron la edad suficiente para pasar a grados superiores tuvieron que movilizarse hacia la capital. Aquello se convirtió para los dos jóvenes en una completa tortura, porque, aunque nunca se habían declarado novios, ni siquiera habían hablado de amor, eso importaba: lo sentían. El día que ella le comunicó a él, dos años después de aquel encuentro en la escuela, que se iba a para Tegucigalpa, la angustia y el dolor no podían con su pecho.
“Vendré todos los fines de semana” le prometió ella con la voz también quebrada y a punto de llorar.
Él no dijo nada, sólo le tomó las manos y se las besó mirándola con cariño y añoranza en los ojos.
“Escribiré” le prometió también ella.
Y así fue. Aunque nunca falló los fines de semana en el Ocotal, también le escribía largas cartas en las cuales le contaba todo lo que sucedía en el colegio de monjas en el cual estaría interna durante cinco largos años. Aquellas cartas, para Antonio, resultaban bálsamo para su amor. Las fue guardando en un baúl especial por meses y por fechas específicas hasta formar con ellas un enorme y perfumado bulto.
Muchos de los temores de los enamorados, él los padeció durante todos aquellos años, pero aún faltaban más. Un fin de año, por fin, cuando Azucena cumplió quince años y él diecisiete, hubo una gran fiesta en la casa de la familia Landa y ella invitó a todos sus antiguos compañeros de escuela a la fiesta, incluido él, por supuesto.
La fiesta ocurrió un fin de año, en diciembre, y le deparaba a Carlos Antonio dos sorpresas. La casa completa fue decorada con motivos de los quince años, se rentó un conjunto de música clásica del conservatorio nacional de música que por entonces estaba en  pininos, se instalaron focos en cables que iban del portón principal hasta los patios y como no había electricidad se rentó un enorme motor sobre un camión enorme. Aquel aparato producía electricidad, pero también un ruido infernal, por lo cual se ubicó muy alejado de la casa y de los presentes. Todo comenzaba a las siete de la noche, pero como ocurre en los pueblos, y más en aquella época, por la novedad de la luz y del conjunto de música clásica, la gente comenzó a llegar muy temprano.
A alguien se le ocurrió regar hojas de pino recién arrancadas sobre el piso que era de tierra y el olor a este árbol se esparcía de manera olorosa por todos los rincones creando una atmósfera casi pastoril. Sobre las ventanas de la casa se colocaron lámparas de gas que todo lo fueron llenando de sombras y de luz.
Así pues, a las seis de la tarde, casi todos los invitados estaban allí. Pero, Carlos Antonio, a quien Azucena esperaba con muchas ansias no. Desde la ventana de su habitación que era una de las que daban al frente de la casa, miraba y esperaba. Pero nada. Esperaba que no le hubiera sucedido algo.
Cuando el grupo musical, porque no se le podría llamar banda a un violín, a una pianola y a un saxofón, comenzó a tocar. Eran las siete de la noche y el generador eléctrico subido al camión comenzó a funcionar iluminando todo con una sorprendente maravilla para todos los presentes del pueblo. Jamás en su vida, muchos de ellos habían visto tal cosa y se sorprendieron, temerosos, al ver la luz prisionera en esferas de vidrio.
Desde su ventana, Azucena, observaba esto, pero a ella lo que le interesaba era Antonio. Y él aún no llegaba.
A las nueve de la noche, el padre vino por la hija para presentarla ante la gente y la gente que la vio salir por la puerta principal vestida con aquel enorme y precioso vestido de quinceañera tuvo muchos años para comentar el evento. La niña María Azucena, estaba preciosa. Un ángel: dijeron muchos.
Azucena bailó un lento vals con su padre ante la mirada de un asombrado pueblo y para muchos aquel baile fue el súmmum de la belleza y la elegancia. El grupo de música se esmeró al máximo para que la pieza saliera a la perfección y al final todos aplaudieron. Se pasó al brindis, a la comida y a los buenos deseos y cuando a María Azucena sentía que el corazón se le detenía porque el muchacho aún no había llegado, lo vio aparecer, allá en la entrada montado en un caballo, vestido no con elegancia sino con una muda de trabajo diario. Eso a ella no le importaba, sino su presencia. Quería salir corriendo a abrazarlo, pero no podía, su padre estaba a su lado. Y aún aquello, aunque andaba en boca de todos, no era de conocimiento del pueblo.
La fiesta se prolongó hasta las once de la noche que era lo adecuado en aquellas épocas y debido a la situación. Y no fue hasta entonces cuando los dos muchachos se encontraron casi a solas en una esquina de la casa, muy cerca del generador eléctrico que seguía ronroneando suavemente.
“Hola” saludó él con voz trémula.
“Hola” saludó ella con más o menos el mismo tono de la voz.
“Estás bellísima”
“Gracias”
Y esas palabras eran las que ambos estaban esperando.
“¿Qué tal todo por la capital?” preguntó él.
“Bien”
Y así estuvieron diciéndose frases cortas y entrecortadas que lo que buscaban era alargar un poco la nerviosa situación.
Sin saber cómo, pero si porque, se habían ido acercando más y más hasta que él le rodeó la cintura con sus dos fuertes brazos y ella, despacio y sin apartar su mirada le echó los brazos al cuello.
Aquel fue su primer beso. Una caricia tierna y suave que los hizo desfallecer hasta el desmayo. Aquella caricia duró muy poco porque los encargados del camión aparecieron por allí, y como dos almas furtivas, se separaron. Comenzaron a caminar muy juntos hacia el bosquecillo del fondo y donde más tarde se construiría una elegante piscina se detuvieron con las manos juntas, el uno frente al otro.
No fue necesario decirse te amo, porque eso ya lo sabían desde siempre, pero confirmarlo era un placer indescriptible. Sus almas parecían querer fundirse en una sola.
Esa fue la primera noticia: la cercanía. Pero la segunda fue la más terrible de todas.
“Dentro de una semana me voy para Italia”
“¿Cómo?”
“Debo entrar a la universidad y…”
Se había detenido en sus explicaciones porque a los ojos de él habían brotado las lágrimas.
Tuvieron una semana para comprender aquella situación y ella se esmeró en convencerlo de que sólo serían, por lo menos, cuatro años y que luego volvería para no volver a marcharse jamás.
Al final, como sucede siempre, y porque la naturaleza del ser humano siempre es ir hacia adelante, llegó el día de la despedida y en un encuentro en el cual, ambos desearon después haber dicho cosas distintas, se despidieron. Corría el año mil novecientos cuarenta y cinco y el viaje hacia El Golfo de Fonseca, donde la muchacha tomaría el transporte marítimo, llevaría un par de días y salía de madrugada para allá. Su hermano quien hacía dos años se había marchado por el mismo rumbo la estaría esperando en el barco. Sería un viaje muy largo.
“Te escribiré –le prometió ella—. Todos los días si es necesario”
Pero él, con el corazón destrozado, no quería escuchar razones de ningún tipo y se negó a entender las que ella le daba.
“Te prometo que cuando regrese todo será diferente. Ya no volveremos a separarnos”
“Yo te amo ahora y no sé qué voy a hacer sin ti… me voy a morir.”
“De eso nadie se muere, tonto –le dijo ella también a punto de llorar.”
“Yo sí… yo me moriré”
“Piensa que sólo salgo a hacer un mandado y que pronto regresaré –trató de sonreír, pero sólo una mueca le salió y un par de lágrimas al fin cayeron por sus mejillas—. Es por nuestro bien”
“¿Por qué por nuestro bien? Aquí tenemos todo lo que necesitamos: yo le voy a pedir a mi padre la tierra que me pertenece y…”
“No, eso no basta… cuando estemos mayores y pensemos en este momento nos reiremos… ya verás. Y cuando nuestros hijos…”
“¿Nuestros hijos? –eso lo había conmovido a él y abrazándola con ternura y algo de posesividad le dio un enorme beso en la frente— ¿Es eso posible?”
“Claro que sí, tonto”
Y al final se habían despedido. Una despedida que durante muchos días pesó en el corazón de ambos. Uno miraba el cielo mientras trabajaba la tierra, mientras la otra miraba el mar y las nubes y suspiraba con gana de estar junto al otro. Viajar en avión, por entonces, asustaba a demasiada gente y a ella más que a nadie.
Por la mente de Antonio, a pesar de las palabras de ella, durante todo aquel tiempo, a pesar de que las cartas comenzaron a llegar a finales de aquel año, se imaginaba mil cosas al respecto de su amada. No podía evitarlo. Se imaginaba, por ejemplo, que en Italia conocía a otro y que se enamoraba de él. Aquello era una tortura.
“Todo es nuevo aquí –le escribió ella en una de las primeras cartas que tenía más de diez páginas y había sido escrita apenas al llegar a Italia, dos meses después. Un viaje muy largo en aquellas épocas—. La gente anda de un lado para otro después de la gran guerra y parecen buscarle sentido a la vida. Para mí tú eres mi sentido. Voy a entrar a un internado de monjas, como siempre y me prepararán para la universidad durante un año y medio. Aún no decido que voy a estudiar, pero creo que ya sé de qué se trata. Te lo iré contando paso a paso. Espero que tu corazón, como el mío, logre sosegarse y esperar el futuro con mucha paciencia…”
Y así, interminables cartas que a él le parecían tan cortas. A pesar del viaje, dichas misivas, traían el olor a su perfume impregnado y eso lo hacía ponerse más triste todavía, pero lo llenaba de esperanzas también.
En una de aquellas cartas, la muchacha había dejado deslizar una frase que lo inquietaba, porque sabía que era necesario hacerlo:
“Trata de ganarte a mi papá”
Don Jonathan, mientras sus hijos estuvieron fuera, se mantuvo alejado de las relaciones con el pueblo y se dedicaba a los suyo que era vivir la vida. Y en ese vivir la vida, pues al tener tanto dinero invertido en empresas de la capital y tanto espacio para gastar, tomó la costumbre de emborracharse durante días enteros.
“El patrón se va a ahogar un día de estos –dijo en una ocasión Petrona Maradiaga, que por aquella época servía en aquella casa como cocinera y lavandera, tenía entonces veintiocho años.”
Y es que don Jonathan, había semanas que las pasaba sumergido en el alcohol. Y era muy difícil llegar a él. Las veces que Antonio trató de hablar con él, siempre lo despachaban con razones semejantes a: el patrón está ocupado. Que vuelva otro día. No, no está.
Y así era muy difícil tratar de ganárselo.

***

Pero lo que sucedía con don Jonathan, además de la enorme soledad que sentía, era sencillo: tenía celos del amor que su hija sentía por Antonio Moncada. Aunque mucho, los muchachos, habían tratado de ocultarle dicho amor, la gente hablaba y don Jonathan, siempre aparte, escuchaba.
Mandarla a estudiar lejos había sido una estrategia de él para alejarla del muchacho, pero al mismo tiempo la había alejado de él. Era algo curioso el corazón de este hombre. Había perdido a su mujer durante el nacimiento de María Azucena y como era natural, la culpa había recaído sobre la niña. Los primeros días no la quería ni ver y todo su cuidado se lo dejó a su hermana Laura, pero con el paso de los días y al reconocer en ella los rasgos de su difunta esposa, llegó a convertirse en su pequeña niña.
Su amor de padre, era posesivo y sufría verla crecer y parecerse más y más a su difunta Alejandra Azucena. Y al enterarse, allá por mil novecientos cuarenta y dos, que un muchacho de los Moncada andaba detrás de ella con intenciones amorosas sintió que la sangre le hervía en las venas. Tuvo que dominarse y morderse la lengua muchas veces para no decirle a su hija que se alejara de él. Conocía a su pequeña y si él le reclamaba algo así, seguramente lo odiaría toda la vida. Y eso no se lo podía permitir.
Así que cuando la envió a la capital a estudiar a finales de ese mismo año y la separó, supuestamente, del Moncada, pensaba que se olvidarían mutuamente. No fue así, se enteró de las cartas y hasta de quién las llevaba y traía, pero tampoco hizo nada. El amor de su hija pendía de un hilo y no podía romperlo de una manera tan estúpida. Así que planeó lo de Italia con mucho cuidado.
Cuando le planteó a su hija los estudios superiores en Italia, ésta pareció alarmada, pero gracias a que Esteban, el hermano mayor ya estaba allá y les escribía con regularidad insistiendo en la categoría del estudio. Así que eso ayudó un poco a convencerla.
Cuando la vio partir, el también sentía que se le partía el corazón y se preguntó si su miedo no sería la causa del futuro sufrimiento. Por ese motivo, meses más tarde, ante la soledad y la ausencia de su hija, comenzó a beber demasiado.

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