María Azucena Landa había sido feliz, totalmente, plenamente feliz hasta
aquel momento cuando escuchó de labios de Petrona Maradiaga lo que, de alguna
manera, su corazón a las seis de la mañana había presentido.
Carlos Antonio se había levantado en la madrugada,
ella ya lo sabía, él se lo dijo antes de acostarse: saldré en la madrugada para
El Ocotal. Mataron vaca y mi madre me dijo que iba a apartarnos cinco libras.
De paso traigo leche y queso fresco. Te haré un delicioso desayuno.
Ella apenas había abierto los ojos. Le gustaba
dormir así, acurrucada en sus brazos, escuchándolo respirar junto a su oído.
Sentirse protegida y amada. Pero aquella mañana él se había marchado a las
cuatro.
—No vayas –le había dicho.
—Tengo que. Ya le dije a mi madre que llegaría en
la madrugada. No te preocupes, estaré de regreso antes de que salga el sol o un
poquito después.
Despacio, y con el frío entrando por las rendijas
de las paredes, lo miró ponerse en pie, buscar la ropa y ponérsela. Muy
despacio. Después le dio un beso en la frente y le dijo:
—Traeré leche para el café.
—Cuídate, bebé.
Y lo había visto abrir la puerta y salir a la
oscuridad de la noche. Apena si se había movido. Y cuando presintió algo. Fue
un soplo entre los árboles el que se lo dijo.
Carlos Antonio, al escucharla decir que quería
vivir lejos de su padre, se había puesto manos a la obra y en el rincón más
lejano del Ocotal, siempre en los terrenos de la familia Landa, porque ella
también quería pintar el Álamo, había seleccionado aquel punto para construir
su nidito de amor.
Al final, su padre no había dado el consentimiento
para la boda y ella, que le había prometido que si no lo hacía de todos modos
se juntaría con Carlos, se había ido de la casa desde hacía más de un mes y
hecho vida común con el amor de su vida. Todo aquello había sido algo doloroso,
pero necesario. Sabía que su padre, al final, aceptaría la relación, pero
alguien tenía que dar el primer paso. Y había sido ella.
La casa, hecha en menos de una semana, era de
paredes de roble cortado a filo de hacha y tenía grietas enormes por donde
entraba y salía el viento por las noches y las madrugadas. Él con una sonrisa
al mostrarle la casa había dicho:
—Estamos en septiembre, llueve, pero también hace
calor. Poco a poco iré forrando las paredes con tierra.
Pero a ella le había encantado y como una niña
había emitido un grito de emoción y alegría.
—Es preciosa –le había dicho—. Será nuestro nidito
de amor.
Y así había sido desde el diez de septiembre de ese
mismo año hasta la fatídica fecha del jueves doce de octubre.
Sin contraer nupcias, ni nada parecido, él, una
mañana de domingo y cuando don Jonathan se encontraba durmiendo la mona en su
habitación, se la había traído a la cabaña.
La cabaña, o nidito de amor, estaba en los terrenos
de su padre, pero muy, muy alejado de él ya en el Álamo.
Los terrenos de la familia Landa se extendían desde
el Ocotal, por entre los cerros hasta llegar al poblado vecino y sólo los
dividía un cerco de piedra, construido por los primeros pobladores a finales
del siglo diecinueve. Eran terrenos que jamás llegaría a conocer, pero que sí
tenía como propios en las escrituras guardadas en el fondo de un baúl. Herencia
del abuelo. Desde la mitad del cerro, entre robles olorosos y pinos altísimos,
donde Carlos Antonio había construido la cabaña, se veía allá abajo, todo el
pintoresco pueblo del Álamo. Ella, desde su llegada allí miró hacia abajo y
dijo:
—Lo voy a pintar y serán cuadros fantásticos.
Y así lo había hecho. Desde muy temprano sacaba sus
caballetes y sus lienzos y con pinturas de todos los colores y sabores se ponía
a inmortalizar el lugar. Sus cuadros, habían comenzado a ser fuente de críticas
y alabanzas en los círculos más elitistas de la ciudad y cada tanto venían en
su busca para exhibirlos en la ciudad. Pero desde que se había venido a la
cabaña no había recibido ni una sola visita. Quizás su padre, dolido por la
huida de su hija había sembrado la desconfianza en los compradores. Pero no
importaba. Ahora tenía una colección bastante grande de cuadros y era la
primera vez que se acumulaban de esa forma. Ya vendría el tiempo de venderlos.
Además, no sufría por dinero. Carlos Antonio proveía al hogar todo lo
necesario. Lo necesario no era mucho. Pero lo más importante: se amaban y eso
llenaba cualquier carencia. El muchacho seguía trabajando con su padre y sus
hermanos la tierra y el ganado y tenía el proyecto de construir la casa de
adobe cerca de lo que él llamaba la represa, en el Ocotal.
—Mi padre me ha cedido los terrenos de esa parte
–le dijo un día— y pronto, cuando termines los cuadros nos iremos para allá.
Los mozos de mi padre están construyendo las paredes ya.
Ella no había dicho nada, pero también lo aceptaba.
En su corazón tenía otras esperanzas: con su pintura comprar una casa en
Tegucigalpa e irse a vivir allá, lejos de su padre a quien, a pesar del amor,
había empezado a odiar casi en secreto por ser tan testarudo.
Así pues, aquella mañana, lo vio partir. Lo último
que recordaría durante todos aquellos años que faltaban por vivir, era su
espalda y la puerta cerrándose. Luego el soplo del viento entre los pinos y los
robles. Ella había tratado de volver a dormirse. Pero no pudo. Aquel soplo
parecía una advertencia, pero no sabía de qué.
Al final, se levantó, encendió el fuego y
alumbrándose con una vela sacó el libro de magia. Estuvo leyendo durante más de
media hora y cuando encontró la advertencia el seguramente ya estaba llegando
al Ocotal.
Solo hasta que Petrona llegó aquella mañana volvió
a recordar la advertencia: muerte. “Cuando
los árboles susurran en la madrugada, después de salido el viajante, se ha
abierto el destino y ha llegado la hora. Es inevitable”.
Quizás lo había tomado muy a la ligera, pero la
advertencia era clara. Ahora lo sabía.
Cuando Petrona le dijo que había muerto alguien, lo
supo. Era él. Era inevitable.
Sólo Petrona pudo contar, después, la escena.
María Azucena, había soltado el pincel el cual cayó
en tierra y allí permaneció para siempre y mirando al cielo había gritado con
todas sus fuerzas:
—¡Nooooooo! ¡Dios mío, noooooo!
Un grito desgarrador. Después había doblado las
rodillas y caído inconsciente.
***
Los periodistas y encargados de difundir la noticia
a nivel nacional comenzaron a llegar a partir de las dos de la tarde en
adelante. Poco a poco aquel pueblo pacífico y alejado de cualquier escándalo se
convirtió en el centro de atención de todo el país.
Los pobladores vieron con espanto, al principio,
como vehículos y personas iban ocupando todos los espacios del pueblo hasta ser
desplazados ellos mismos de sus lugares habituales. Pero después, cuando aquel
montón de personas comenzó a requerir servicios como comida, bebida y demás,
todo aquello se volvió una especie de oportunidad de comercio. Todos comenzaron
a comerciar descaradamente con artículos que ni siquiera existían. Al final del
día los periodistas y curiosos del exterior llegaron a igualar toda la población
y hasta superarla.
Eran dos los motivos de tanto periodista. En primer
lugar ver el cuerpo sin vida y luego al causante de tal cuerpo.
Ángel Emanuel el jefe del patronato tuvo que pedir
voluntarios para resguardar al prisionero y proteger el cuerpo antes de que
llegara la policía y el forense. Algo que ocurrió mucho después de que llegaras
los periodistas como siempre.
Los periodistas se vieron rechazados por dichos
voluntarios que se conformaron con los testimonios de los pobladores. Todos
hablaban de cómo estaban los cuerpos al encontrarlos, pues don Jonathan parecía
estar durmiendo la goma y el otro cuerpo a unos metros de él, muerto. Todos
hablaban de eso, pero nadie quería hablar de los posibles motivos, aunque todos
los sabían. Y los periodistas andaban detrás de esa noticia.
Cuando encontraron a la persona que había
presenciado el asesinato, Ernestino Mendoza, quien milagrosamente aún estaba
sobrio, lo rodearon y lo lisonjearon tanto hasta hacerle soltar los hechos:
—Yo iba arriando unas vacas para el Álamo cuando
escuché la discusión y me escondí detrás de unos matorrales. Don Jonathan lo
estaba esperando según parecía, porque…
—¡Ernestino! –le gritó alguien desde algún lugar y
se volvió.
—Me van a disculpar, pero el señor del patronato me
ordenó que no hablara con nadie. Hay disculpen.
Y casi se les suelta. En el último momento un
periodista se le arrimó y le dijo al oído:
—Si me cuenta todo a mí tiene asegurado un billete
de cien.
Aquello interesó enormemente a Ernestino que en su
vida apenas ganaba para la subsistir. Las dos vacas que llevaba hacia el Álamo
eran de los Morán a quienes servía desde hacía mucho tiempo. Pensó en todos los
litros de aguardiente que podría comprar con aquel dinero y se emocionó mucho.
—En media hora, atrás de la iglesia –le murmuró
también al periodista.
Ernestino se fue al centro comunal sonriendo
internamente por su suerte.
—Ya te dije que no quiero que hables con nadie
acerca de lo sucedido. Cuando venga la policía sólo a ellos les contarás tu
versión –le dijo con el ceño fruncido el jefe del patronado—. Por los momentos
mantente lejos del pueblo si quieres. Dentro de media hora llegará la policía.
—Entendido, señor –dijo mirando servilmente.
En media hora más, detrás de la iglesia le contó al
periodista su versión de los hechos.
***
Cómo le dije antes, yo andaba arriando dos vacas y
iba… (E iba, le corrigió el periodista brevemente). Sí, yo iba para el Álamo a
las seis de la mañana, después de haber buscado y buscado durante muchas horas.
Venía bajando por el cerro cuando escuché una discusión. Entonces me escondí
para acercarme despacio entre los matorrales y ver de qué se trataba. Cuando me
asomé allí estaba don Jonathan Landa –el ávido periodista tomaba nota a gran
velocidad— apuntando con su pistola a alguien. Tuve que moverme un poco para
ver de quien se trataba. Se trataba, por supuesto, de Carlos Antonio Moncada,
el menor de los Moncada. El muchacho, porque era un muchacho ¿Lo apuntó allí?
Creo que apenas tenía veintidós o veintitrés años. El muchacho le estaba
diciendo no me mate don Jonathan.
Pero don Jonathan apretó el gatillo varias veces. Sólo es de verle la cara a
Antonio para ver donde se las clavó. No tiene cara el joven Antonio, Antonito
como le decían sus padres. Y cuando lo mató se bajó del caballo y volvió a
dispararle de cerca en la cara. Yo estaba cagado, hay disculpe la palabra, pero
eso es lo que sentía miedo. Porque después de dispararle desde el caballo, don
Jonathan se bajó y le pegó más tiros. No recuerdo cuántos porque estaba con miedo,
pero todos se los disparó en la cara como si no hubiera tenido ya bastante con
haberlo matado. Le daba como con rabia. Y después vi cómo se volvía y pensé que
me había descubierto. Pero no, gracias a Dios. Se volvió a su caballo
tambaleando. Creo que estaba bebido porque caminaba como borracho. Lo vi
subirse al caballo y cuando ya se iba se cayó y se golpeó la cabeza en el
suelo. Por eso, cuando lo miren, le verán un gran golpe en la parte de aquí –se
tocó el lado derecho de la frente. Se cayó y se golpeó la frente. Allí se
quedó. Dormido. No sé… entonces fue cuando yo aproveché para venir al pueblo y
avisarle a todo el mundo lo que había sucedido. En el camino me encontré con
don Faustino Lanza uno de los trabajadores de don Juan, el padre del muchacho,
y le dije lo sucedido. Él, creo que le fue a decir a su patrón y así, poco a
poco se fue haciendo la noticia en el pueblo. Y así fue todo, señor periodista.
A ver mis cien lempiras.
***
La policía y el forense llegaron, como ya dijimos
mucho después de los periodistas y de inmediato seguidos por aquellos se
internaron en el abarrotado edificio. La multitud al verlo empezaron a pedir
castigo, pena de muerte y muchas otras cosas gritando el nombre del acusado. Se
armó un buen jaleo cuando los periodistas se quisieron colar al interior al
mismo tiempo que los militares.
Un cabo de pocas pulgas los detuvo con una
advertencia:
—Esto es problema de la ley –les dijo con cara de
perro enojado.
Pero los periodistas, en todas partes del mundo,
están acostumbrados a soportar este tipo de embates y no se amilanaron. Al contrario,
tomaron fuerza y empujaron al cabo entre todos. Al fin y al cabo, la unión hace
la fuerza. Y ya se estaban asomando con las cámaras listas a la habitación
donde tenían el cuerpo del muchacho y más al fondo al victimario cuando les
cerraron en las narices la puerta.
Salieron y corrieron a las ventanas donde,
lastimosamente, unas enormes cortinas les impedían ver. Así que se conformaron
con tomar imágenes desde el exterior.
En el interior, un policía destapaba el rostro, a
esas horas ya mal oliente de quien en vida fuera Antonio Moncada y volvió a
taparlo de inmediato. El forense comenzó a anotar con rapidez y con ayuda de un
policía fue anotando la hora, las forma y todas esas cosas inútiles que sólo
sirven para llenar expedientes de un cadáver.
Llamaron a Ernestino Mendoza, quien cual rayo se
presentó y le contó a uno de los militares lo mismo que le había contado al
periodista una hora atrás. Algunas variantes habían comenzado a meterse ya en
la historia, pero eso era normal en los pueblos y sobre todo viniendo de una
persona, que todos en el pueblo conocían como bebedora.
El policía pareció quedar satisfecho con la versión
del aquel único testigo y le preguntó al jefe del patronato:
—¿Dónde lo tiene?
Ángel Emanuel sintiendo muy importante por tanta
gente, supuestamente, importante de la capital allí, le señaló una puerta que
estaba en el fondo y cerrada. El militar fue allá de inmediato y la abrió.
En el interior, y tirado en el suelo, llorando como
un niño, estaba uno de los hombres más ricos del Ocotal. Estaba atado de pies y
de manos y había vomitado en un rincón. Dicho vomito había manchado un poco sus
ya ajadas ropas. Al ver entrar a la policía y a los demás personajes y como si
esa fuera su última oportunidad suplicó con una voz profundamente dolida:
—¡Mi hija! ¿Dónde está mi Azucena?
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