miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 7


María Azucena Landa había sido feliz, totalmente, plenamente feliz hasta aquel momento cuando escuchó de labios de Petrona Maradiaga lo que, de alguna manera, su corazón a las seis de la mañana había presentido.
Carlos Antonio se había levantado en la madrugada, ella ya lo sabía, él se lo dijo antes de acostarse: saldré en la madrugada para El Ocotal. Mataron vaca y mi madre me dijo que iba a apartarnos cinco libras. De paso traigo leche y queso fresco. Te haré un delicioso desayuno.
Ella apenas había abierto los ojos. Le gustaba dormir así, acurrucada en sus brazos, escuchándolo respirar junto a su oído. Sentirse protegida y amada. Pero aquella mañana él se había marchado a las cuatro.
—No vayas –le había dicho.
—Tengo que. Ya le dije a mi madre que llegaría en la madrugada. No te preocupes, estaré de regreso antes de que salga el sol o un poquito después.
Despacio, y con el frío entrando por las rendijas de las paredes, lo miró ponerse en pie, buscar la ropa y ponérsela. Muy despacio. Después le dio un beso en la frente y le dijo:
—Traeré leche para el café.
—Cuídate, bebé.
Y lo había visto abrir la puerta y salir a la oscuridad de la noche. Apena si se había movido. Y cuando presintió algo. Fue un soplo entre los árboles el que se lo dijo.
Carlos Antonio, al escucharla decir que quería vivir lejos de su padre, se había puesto manos a la obra y en el rincón más lejano del Ocotal, siempre en los terrenos de la familia Landa, porque ella también quería pintar el Álamo, había seleccionado aquel punto para construir su nidito de amor.
Al final, su padre no había dado el consentimiento para la boda y ella, que le había prometido que si no lo hacía de todos modos se juntaría con Carlos, se había ido de la casa desde hacía más de un mes y hecho vida común con el amor de su vida. Todo aquello había sido algo doloroso, pero necesario. Sabía que su padre, al final, aceptaría la relación, pero alguien tenía que dar el primer paso. Y había sido ella.
La casa, hecha en menos de una semana, era de paredes de roble cortado a filo de hacha y tenía grietas enormes por donde entraba y salía el viento por las noches y las madrugadas. Él con una sonrisa al mostrarle la casa había dicho:
—Estamos en septiembre, llueve, pero también hace calor. Poco a poco iré forrando las paredes con tierra.
Pero a ella le había encantado y como una niña había emitido un grito de emoción y alegría.
—Es preciosa –le había dicho—. Será nuestro nidito de amor.
Y así había sido desde el diez de septiembre de ese mismo año hasta la fatídica fecha del jueves doce de octubre.
Sin contraer nupcias, ni nada parecido, él, una mañana de domingo y cuando don Jonathan se encontraba durmiendo la mona en su habitación, se la había traído a la cabaña.
La cabaña, o nidito de amor, estaba en los terrenos de su padre, pero muy, muy alejado de él ya en el Álamo.
Los terrenos de la familia Landa se extendían desde el Ocotal, por entre los cerros hasta llegar al poblado vecino y sólo los dividía un cerco de piedra, construido por los primeros pobladores a finales del siglo diecinueve. Eran terrenos que jamás llegaría a conocer, pero que sí tenía como propios en las escrituras guardadas en el fondo de un baúl. Herencia del abuelo. Desde la mitad del cerro, entre robles olorosos y pinos altísimos, donde Carlos Antonio había construido la cabaña, se veía allá abajo, todo el pintoresco pueblo del Álamo. Ella, desde su llegada allí miró hacia abajo y dijo:
—Lo voy a pintar y serán cuadros fantásticos.
Y así lo había hecho. Desde muy temprano sacaba sus caballetes y sus lienzos y con pinturas de todos los colores y sabores se ponía a inmortalizar el lugar. Sus cuadros, habían comenzado a ser fuente de críticas y alabanzas en los círculos más elitistas de la ciudad y cada tanto venían en su busca para exhibirlos en la ciudad. Pero desde que se había venido a la cabaña no había recibido ni una sola visita. Quizás su padre, dolido por la huida de su hija había sembrado la desconfianza en los compradores. Pero no importaba. Ahora tenía una colección bastante grande de cuadros y era la primera vez que se acumulaban de esa forma. Ya vendría el tiempo de venderlos. Además, no sufría por dinero. Carlos Antonio proveía al hogar todo lo necesario. Lo necesario no era mucho. Pero lo más importante: se amaban y eso llenaba cualquier carencia. El muchacho seguía trabajando con su padre y sus hermanos la tierra y el ganado y tenía el proyecto de construir la casa de adobe cerca de lo que él llamaba la represa, en el Ocotal.
—Mi padre me ha cedido los terrenos de esa parte –le dijo un día— y pronto, cuando termines los cuadros nos iremos para allá. Los mozos de mi padre están construyendo las paredes ya.
Ella no había dicho nada, pero también lo aceptaba. En su corazón tenía otras esperanzas: con su pintura comprar una casa en Tegucigalpa e irse a vivir allá, lejos de su padre a quien, a pesar del amor, había empezado a odiar casi en secreto por ser tan testarudo.
Así pues, aquella mañana, lo vio partir. Lo último que recordaría durante todos aquellos años que faltaban por vivir, era su espalda y la puerta cerrándose. Luego el soplo del viento entre los pinos y los robles. Ella había tratado de volver a dormirse. Pero no pudo. Aquel soplo parecía una advertencia, pero no sabía de qué.
Al final, se levantó, encendió el fuego y alumbrándose con una vela sacó el libro de magia. Estuvo leyendo durante más de media hora y cuando encontró la advertencia el seguramente ya estaba llegando al Ocotal.
Solo hasta que Petrona llegó aquella mañana volvió a recordar la advertencia: muerte. “Cuando los árboles susurran en la madrugada, después de salido el viajante, se ha abierto el destino y ha llegado la hora. Es inevitable”.
Quizás lo había tomado muy a la ligera, pero la advertencia era clara. Ahora lo sabía.
Cuando Petrona le dijo que había muerto alguien, lo supo. Era él. Era inevitable.
Sólo Petrona pudo contar, después, la escena.
María Azucena, había soltado el pincel el cual cayó en tierra y allí permaneció para siempre y mirando al cielo había gritado con todas sus fuerzas:
—¡Nooooooo! ¡Dios mío, noooooo!
Un grito desgarrador. Después había doblado las rodillas y caído inconsciente.

***

Los periodistas y encargados de difundir la noticia a nivel nacional comenzaron a llegar a partir de las dos de la tarde en adelante. Poco a poco aquel pueblo pacífico y alejado de cualquier escándalo se convirtió en el centro de atención de todo el país.
Los pobladores vieron con espanto, al principio, como vehículos y personas iban ocupando todos los espacios del pueblo hasta ser desplazados ellos mismos de sus lugares habituales. Pero después, cuando aquel montón de personas comenzó a requerir servicios como comida, bebida y demás, todo aquello se volvió una especie de oportunidad de comercio. Todos comenzaron a comerciar descaradamente con artículos que ni siquiera existían. Al final del día los periodistas y curiosos del exterior llegaron a igualar toda la población y hasta superarla.
Eran dos los motivos de tanto periodista. En primer lugar ver el cuerpo sin vida y luego al causante de tal cuerpo.
Ángel Emanuel el jefe del patronato tuvo que pedir voluntarios para resguardar al prisionero y proteger el cuerpo antes de que llegara la policía y el forense. Algo que ocurrió mucho después de que llegaras los periodistas como siempre.
Los periodistas se vieron rechazados por dichos voluntarios que se conformaron con los testimonios de los pobladores. Todos hablaban de cómo estaban los cuerpos al encontrarlos, pues don Jonathan parecía estar durmiendo la goma y el otro cuerpo a unos metros de él, muerto. Todos hablaban de eso, pero nadie quería hablar de los posibles motivos, aunque todos los sabían. Y los periodistas andaban detrás de esa noticia.
Cuando encontraron a la persona que había presenciado el asesinato, Ernestino Mendoza, quien milagrosamente aún estaba sobrio, lo rodearon y lo lisonjearon tanto hasta hacerle soltar los hechos:
—Yo iba arriando unas vacas para el Álamo cuando escuché la discusión y me escondí detrás de unos matorrales. Don Jonathan lo estaba esperando según parecía, porque…
—¡Ernestino! –le gritó alguien desde algún lugar y se volvió.
—Me van a disculpar, pero el señor del patronato me ordenó que no hablara con nadie. Hay disculpen.
Y casi se les suelta. En el último momento un periodista se le arrimó y le dijo al oído:
—Si me cuenta todo a mí tiene asegurado un billete de cien.
Aquello interesó enormemente a Ernestino que en su vida apenas ganaba para la subsistir. Las dos vacas que llevaba hacia el Álamo eran de los Morán a quienes servía desde hacía mucho tiempo. Pensó en todos los litros de aguardiente que podría comprar con aquel dinero y se emocionó mucho.
—En media hora, atrás de la iglesia –le murmuró también al periodista.
Ernestino se fue al centro comunal sonriendo internamente por su suerte.
—Ya te dije que no quiero que hables con nadie acerca de lo sucedido. Cuando venga la policía sólo a ellos les contarás tu versión –le dijo con el ceño fruncido el jefe del patronado—. Por los momentos mantente lejos del pueblo si quieres. Dentro de media hora llegará la policía.
—Entendido, señor –dijo mirando servilmente.
En media hora más, detrás de la iglesia le contó al periodista su versión de los hechos.

***

Cómo le dije antes, yo andaba arriando dos vacas y iba… (E iba, le corrigió el periodista brevemente). Sí, yo iba para el Álamo a las seis de la mañana, después de haber buscado y buscado durante muchas horas. Venía bajando por el cerro cuando escuché una discusión. Entonces me escondí para acercarme despacio entre los matorrales y ver de qué se trataba. Cuando me asomé allí estaba don Jonathan Landa –el ávido periodista tomaba nota a gran velocidad— apuntando con su pistola a alguien. Tuve que moverme un poco para ver de quien se trataba. Se trataba, por supuesto, de Carlos Antonio Moncada, el menor de los Moncada. El muchacho, porque era un muchacho ¿Lo apuntó allí? Creo que apenas tenía veintidós o veintitrés años. El muchacho le estaba diciendo no me mate don Jonathan. Pero don Jonathan apretó el gatillo varias veces. Sólo es de verle la cara a Antonio para ver donde se las clavó. No tiene cara el joven Antonio, Antonito como le decían sus padres. Y cuando lo mató se bajó del caballo y volvió a dispararle de cerca en la cara. Yo estaba cagado, hay disculpe la palabra, pero eso es lo que sentía miedo. Porque después de dispararle desde el caballo, don Jonathan se bajó y le pegó más tiros. No recuerdo cuántos porque estaba con miedo, pero todos se los disparó en la cara como si no hubiera tenido ya bastante con haberlo matado. Le daba como con rabia. Y después vi cómo se volvía y pensé que me había descubierto. Pero no, gracias a Dios. Se volvió a su caballo tambaleando. Creo que estaba bebido porque caminaba como borracho. Lo vi subirse al caballo y cuando ya se iba se cayó y se golpeó la cabeza en el suelo. Por eso, cuando lo miren, le verán un gran golpe en la parte de aquí –se tocó el lado derecho de la frente. Se cayó y se golpeó la frente. Allí se quedó. Dormido. No sé… entonces fue cuando yo aproveché para venir al pueblo y avisarle a todo el mundo lo que había sucedido. En el camino me encontré con don Faustino Lanza uno de los trabajadores de don Juan, el padre del muchacho, y le dije lo sucedido. Él, creo que le fue a decir a su patrón y así, poco a poco se fue haciendo la noticia en el pueblo. Y así fue todo, señor periodista. A ver mis cien lempiras.

***
La policía y el forense llegaron, como ya dijimos mucho después de los periodistas y de inmediato seguidos por aquellos se internaron en el abarrotado edificio. La multitud al verlo empezaron a pedir castigo, pena de muerte y muchas otras cosas gritando el nombre del acusado. Se armó un buen jaleo cuando los periodistas se quisieron colar al interior al mismo tiempo que los militares.
Un cabo de pocas pulgas los detuvo con una advertencia:
—Esto es problema de la ley –les dijo con cara de perro enojado.
Pero los periodistas, en todas partes del mundo, están acostumbrados a soportar este tipo de embates y no se amilanaron. Al contrario, tomaron fuerza y empujaron al cabo entre todos. Al fin y al cabo, la unión hace la fuerza. Y ya se estaban asomando con las cámaras listas a la habitación donde tenían el cuerpo del muchacho y más al fondo al victimario cuando les cerraron en las narices la puerta.
Salieron y corrieron a las ventanas donde, lastimosamente, unas enormes cortinas les impedían ver. Así que se conformaron con tomar imágenes desde el exterior.
En el interior, un policía destapaba el rostro, a esas horas ya mal oliente de quien en vida fuera Antonio Moncada y volvió a taparlo de inmediato. El forense comenzó a anotar con rapidez y con ayuda de un policía fue anotando la hora, las forma y todas esas cosas inútiles que sólo sirven para llenar expedientes de un cadáver.
Llamaron a Ernestino Mendoza, quien cual rayo se presentó y le contó a uno de los militares lo mismo que le había contado al periodista una hora atrás. Algunas variantes habían comenzado a meterse ya en la historia, pero eso era normal en los pueblos y sobre todo viniendo de una persona, que todos en el pueblo conocían como bebedora.
El policía pareció quedar satisfecho con la versión del aquel único testigo y le preguntó al jefe del patronato:
—¿Dónde lo tiene?
Ángel Emanuel sintiendo muy importante por tanta gente, supuestamente, importante de la capital allí, le señaló una puerta que estaba en el fondo y cerrada. El militar fue allá de inmediato y la abrió.
En el interior, y tirado en el suelo, llorando como un niño, estaba uno de los hombres más ricos del Ocotal. Estaba atado de pies y de manos y había vomitado en un rincón. Dicho vomito había manchado un poco sus ya ajadas ropas. Al ver entrar a la policía y a los demás personajes y como si esa fuera su última oportunidad suplicó con una voz profundamente dolida:
—¡Mi hija! ¿Dónde está mi Azucena?
 


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